martes, 30 de agosto de 2011

Despacio


Creo que no tuve un día del niño más espectacular que el concierto de Metálica en el Noventa y nueve. Recuerdo que me enteré un sábado por la tarde al ver algunos cartelones pegados cerca de mi casa. La propaganda anunciaba que la banda iba a presentarse en el autódromo de los hermanos Rodriguez. Por aquel entonces ese lugar ya estaba dando las últimas en cuanto a buenas carreras se refiere. Y además comenzaba a ser considerado como buen espacio para conciertos de mayor cobertura. memo ―un viejo amigo que tenía un taller mecánico a dos cuadras de mi casa― había armado los boletos en secreto desde hacía un mes. Recuerdo que el día previo al concierto me invitó. La verdad es que el boleto que había destinado para mí era inicialmente para Nacho, otro cuate. Pero desafortunadamente habían clavado a Nacho en un anexo de alcohólicos en Xochimilco dos días antes. Ese tipo de cosas suelen suceder por estos rumbos.
Esa tarde Memo me dio la noticia mientras yo estaba en el retrete. En cuanto escuché que uno de los boletos era para mí, me desentendí del mundo y me salpiqué las manos y los tenis. Simplemente me quedé pasmado mientras me salpicaba de meados dentro de ese estrecho baño del taller. Al terminar de empaparme, sólo dejé mi barbilla pegada al pecho, cerré los ojos, me apoyé en un costado y en mis adentros comencé a imaginarme el concierto. Nunca había asistido a un concierto de ese estilo. Metálica era una de mis bandas favoritas de adolescente. La mayoría de sus rolas me parecían potentes y rápidas. A mí me gustaba lo rápido. En la música, en las caminatas, en la comida, en las mujeres… siempre prefería lo veloz e intenso.

Después de asimilar la grata noticia salí hecho la madre sin despedirme. Fui directo a casa, me cambié la ropa húmeda y saqué mi Harold master. Tiempo atrás le cambié a Jonás unos tenis de medio uso por esa patineta. Yo había visto a Jeims jifiel en un video dar unas cuantas vueltas en el escenario con una de esas tablas.
Patiné sin descanso hasta entrada la noche. Cuando regresé a casa encendí la tele y la videocasetera y me puse a ver un rato algunos VHS con clips de la banda. Después cené muy ligero. De alguna forma intentaba cansarme para dormir bien. De ese modo podría levantarme bien repuesto para el día siguiente.
Pero esa noche no conseguí pegar el ojo ni un instante. Estaba bastante eufórico. Iba a tener la suerte de presenciar un concierto que anhelaba.
A la mañana siguiente me desperté muy temprano y seguí con los videos. Luego mi madre me envió por las tortillas y otros cuantos mandados. Cerca de las dos de la tarde le dije que iba con unos amigos y que regresaría tarde. Sólo se limitó a mirarme y a menear la cabeza hacia ambos lados mientras mordía su labio inferior.
―Tú no entiendes ―dijo.
En menos de lo que canta un gallo llegué al taller. Goyo y Memo ya estaban un tanto briagos. Y además se mostraban demasiado calmados. No entendí por qué no aparentaban mayor emoción por el asunto. Supuse que a medida que uno se va haciendo adulto es mucho más difícil conseguir emocionarse. Entonces busqué un espacio libre entre tanta herramienta, coloqué una tapa de cartón sobre el suelo grasoso, me senté y encendí el pequeño televisor blanco y negro que tenían sobre uno de los bancos de trabajo. Esperé por más de una hora. Alrededor de las cuatro memo salió a la tienda por un par de caguamas. Supuse que tal vez ya se habían retractado. Pero en cuanto Goyo dio el último sorbo de ese par de chelas nos subimos al bocho.
Llegamos casi a las cinco de la tarde. Todo rincón estaba repleto de personas y automóviles. Veía por todos lados muchas matas largas, tenis rotos y playeras negras. Casi todos los tipos tenían la barba demasiado crecida. Algunos cubrían sus tremendas cabelleras con gorras deslavadas o pañuelos de colores oscuros. Otros usaban chalecos de piel muy delgados sobre sus playeras negras con estampados bastante grotescos. La mayoría prefería la mezclilla o el cuero en los pantalones. Algunos portaban botas de un estilo militar y usaban lentes obscuros. Se saludaban a menudo sólo con el pulgar, el índice y el meñique alzados.
Si mirabas a lo lejos el panorama era fascinante. Observé una mancha negra que descendía de las salidas del metro. Grandes contingentes de melenudos caminaban impacientes hacia el área de acceso del autódromo. El tráfico andaba a vuelta de rueda. Memo y yo nos bajamos para buscar un lugar dónde estacionar la nave. Por más que intentases evadir a tanta gente siempre te estrellabas con alguien. Tuvimos que volver al bocho y estacionarlo cerca del metro Puebla. Antes de acercarnos a la puerta principal, memo me llevó a comprar una playera. Dijo que debía ponerme en onda. Así que recorrimos algunos puestos. Le dije que yo quería una playera blanca. Yo prefería una de ese color puesto que nunca me ha gustado el negro en mi ropa. Cuando menos en el blanco nunca se puede ocultar la suciedad. Por eso lo prefería. Los colores obscuros me parecían elegantes. Yo nunca e intentado andar elegante. El negro es para disimular la mugre. Yo no tenía nada qué disimular.
De pronto nos detuvimos con uno de los vendedores de camisetas esparcidos en la acera. Entre tantos modelos de playeras que tenía noté una blanca. De lejos parecía serigrafiada con la portada del An yustis for ol. Cuando la cogí observé que era idéntica. El nombre de la banda, la estatua de la justicia con los ojos vendados que cargaba la espada y la balanza. Todo en negro. Miré al vendedor a la cara. Me sorprendió que fuese tan viejo. A pesar de su edad seguía vistiéndose como un adolescente. Me imaginé a mi mismo a esa edad con ese atuendo. Sentí calosfríos. El ruco tenía puestos unos pantalones bastante desgastados, unos converse rotos de la suela y una camisa de franela con cuadros negros y verdes. Sus arrugas eran profundas. Esos tristes pliegues se notaban aunque la densa y enmarañada greña le cubría parte del rostro. Miré sus manos. Eran muy magras y el dorso de ambas estaba repleto de venas gruesas y manchas de color marrón. Algunas personas se obstinan a conservar la juventud en su imaginación. Yo no quería llegar a ese grado.
Memo le preguntó a ese vendedor de mata larga y encanecida que si tenía una playera como esa de talla chica. El viejo rebuscó dentro de una petaca con estilo militar y momentos después me alcanzó hecha un bulto.
―Esta te va a quedar al tiro, güero ―me dijo.
Me quité la que traía puesta, sacudí y alisé entre mis muslos la playera nueva y me la enfundé. Me quedaba al punto.
Memo parló un poco con el anciano y después le extendió el billete de cincuenta. Luego nos dirigimos al acceso.
La gente no cesaba de llegar. Nos convencimos de que tardaríamos en entrar. Así que fuimos a recargarnos en una barda. Después nos pusimos en cuclillas por mas o menos una hora. Desde afuera se escuchaba con claridad la música reproducida en las consolas. En el cartel se anunciaba que tocarían dos bandas previo a metálica. De repente todo el mundo se apelotonó cerca de donde estábamos. Algo los había alborotado demasiado. Al parecer la banda había llegado inesperadamente por aquel sitio. Reporteros y fans escandalosos corrieron en dirección opuesta hacia donde nosotros estábamos. Entonces nos pusimos de pie y tratamos de acercarnos. Pero fue imposible echar un lente ante la masa alborotada que se había aglomerado en pocos segundos. De pronto un grupo de tal vez ocho o nueve gorilones vestidos de negro y con gafetes abrieron un espacio entre la multitud. Intentaban dejar un espacio libre que sirviese como camino despejado. Apenas conseguí mirar a a Lars que bajaba de una lujosa camioneta. En cuanto puso el primer pie en el suelo unos camarógrafos de televisión lo acosaron de la manera más obstinada que había visto en mi vida. Sus facciones eran duras pero mostraba un gesto relajado. Sonrió y miró alrededor enviando breves saludos hacia todos lados. Enseguida la gente comenzó a amontonarse mucho más y quedé atrapado entre unos lomos gigantes y sudorosos. Ya no pude observar por más que intenté alzarme de puntas. Pasado el alboroto regresamos a la barda y aguardamos media hora más. Luego Memo repartió al fin los boletos a cada uno y nos dirigimos al acceso. Recorrimos en zig zag un camino hecho por unos cercos desmontables. Cuando llegué al final un tipo gordo con la cabeza afeitada me dijo que alzase mis manos y me tanteó por todos lados. Esperé un poco más adelante a Goyo y a Memo. Eran las 6 de la tarde y apenas oscurecía. Ya estábamos dentro.
―Estas son mamadas ―dijo Goyo al ver que había sillas numeradas frente al escenario.
―Cómo se les ocurre montar sillas en algo así ―secundó Memo.
La mayoría de las personas hacía a un lado las sillas. Al parecer todos estaban de acuerdo con memo y Goyo.
―Cuando empiece a tocar metálica ponte abusado y mira hacia arriba de vez en cuando ―me advirtió Goyo―, no quiero llevarte a tu casa descalabrado.
No entendí el porqué de esa advertencia. Seguí mirando.
Una banda desconocida abrió el concierto. Recuerdo que era Monster Magnet. Ni siquiera le puse la más minima atención. En lugar de eso sólo me dediqué a mirar a la gente. Me resultó impresionante observar a muchas mujeres en ese concierto. Había desde adolescentes desastrosas con pendientes en el rostro hasta treintañeras buenisimas y alteradas con mezclilla ajustada y botas de minero. La mayoría de esas chicas iban acompañadas por tipos de complexión tosca o de aspecto muy podrido. No entendía por qué mujeres como esas buscaban compañías como esos sujetos con apariencia de un toro o de un vikingo. Seguramente esos sujetos de brazos amplios y pene pequeño les recordaban a sus padres corpulentos, fláccidos y malhumorados. A ratos me acercaba a unos cuantos para escucharlos. No cabía la menor duda de que muchos de ellos no eran más que adolescentes demasiado desarrollados con apariencia de cavernícolas. Se comportaban como chicos de mi edad. Hacían chistes sosos y daban opiniones muy absurdas de cualquier asunto. Gruñían y sacudían en círculos sus largas y horzuelosas melenas. Así anduve entre tanto animal durante un rato. En esos momentos recordé un concierto de det metal al que me habían invitado en el circo volador. El comportamiento era similar. Aunque debo confesar que la gente del concierto de metálica tenía cierto carácter reposado.
Era abrumador. Cada vez que veía sus gesticulaciones en apariencia rudas, recordaba a mis vecinos. Ellos hacían lo mismo, siempre y cuando no los sorprendiesen sus papás. Supuse que la mayoría de esos sujetos profesaba una vida muy rasposa a sus sólo cuando estaba en público. Pero la verdad es que tipos como esos siempre son reprendidos severamente por la familia simplemente por cosas como no tender las camas o no tirar la basura. Pensaba en cuántos de elos eran obligados a menudo a cargar las bolsas del mandado todos los fines de semana aun con esos atuendos atemorizantes. Entendí que esas actitudes rudas sólo eran la expresión de una frustración, una represión personal o un acomplejamiento evidente. Me puse a pensar que la mayoría de ellos tal vez soportaron durante mucho tiempo mofas por ser los más gordos de la banda, los más introvertidos, los más inseguros. Seguramente escuchaban música demencial y escandalosa para ocultar simplemente su corazón suave y vulnerable. Tipos como esos en realidad son cobardes y sumisos. La gente usa más que nunca las apariencias para salvarse de sí mismos. Los ñoños querían se duros y los duros cuerdos.
Una hora más tarde llegó el turno a escena de Pantera e inició con Dom-jalou. En lo personal su ruido tampoco me agradaba. La especie de guturación del vocalista se asemejaba al sonido de un marrano reprendido o un hombre con problemas de estreñimiento. Yo prefería la clase de gritos que proyectan furia. Algo así como los del viejo Hard Core. Dos rolas más tarde Goyo se acercó y me contó que Anselmo era gay. Jamás me pasó por la mente que ese hombre corpulento y temperamental fuese marica. Lo imaginé besando a uno de sus compañeros de la banda. Miré a Memo y a Goyo y pensé cómo se vería besándose entre ellos. Me dio un ataque de risa. Seguramente sería muy gracioso contemplarlos, pensé.
Me fui abriendo paso entre la multitud hasta que terminó Pantera. Por una razón estúpida la todos empezaron a a corear el himno nacional. La gente siempre se la pasaba adoptando costumbres de otros sitios. Pero en momentos así experimentaba un innecesario sentido nacionalista. Absurdo. Totalmente absurdo. No cabe duda que el entusiasmo a veces opaca a la razón.
Después de que Pantera bajó del escenario hubo una breve pausa. Justo cuando intentaba pasar a través de una bola de barbudos mi cara se aplasto contra algo muy rígido pero al mismo tiempo muy suave. Cuando despegué mi rostro y alcé la vista me di cuenta que una marca de sudor y saliva había quedado impregnada justo entre los pechos de la camiseta roja de una chica muy alta y hermosa. Tenía el cabello negro muy largo y brillante. Su rostro estaba cubierto por una plasta de maquillaje que lo hacía ver muy blanco y opaco. Sus labios eran carnosos y estaban delineados con un tono de labial carmesí que los hacía ver sanguinolentos. Sus pechos eran tremendos. Tanto que estiraban la camiseta demasiado hacia el frente. Cuando se dio la vuelta para decirle algo al tipo que estaba a su lado noté que su culo era a la par de enorme. No era ancho del todo pero muy grande en sí. Incluso se notaba un poco desproporcionado con aquella cintura demasiado angosta. Vista desde esa perspectiva, la chica asemejaba a un enorme caballo contemplado desde atrás.
Entonces la chica volvió a mirarme, encendió un tabaco, le dio una calada, expulsó el humo, inclinó un poco su rostro y me preguntó:
― ¿Te gustó?
No respondí. Sólo observé muy atónito su jeta. De cerca mostraba algunas arrugas a los costados de los ojos. Sus pómulos prominentes la hacían ver más delgada de lo que en realidad parecía. Por su cuello atravesaban un par de líneas que demostraban que la chica seguramente era mayor de lo que parecía. Seguí mirándola de lleno. Me entraron unas ganas incontenibles por manosearla. Ya había tenido experiencia con mujeres mayores. Quería seguir aumentando el record.
Entonces el tipo cejón y con la barba teñida de rojo que la acompañaba se acercó y me dijo:
―Oye, responde. Te preguntó que si te gustó.
Tampoco contesté. También lo observé. Un manojo de pelos que parecían alambres retorcidos salía de su nariz. Incluso esos vellos eran más largos que los de su propio bigote. Fue espeluznante.
―Míralo ―dijo la chica―, se quedó apendejado por el choque.
―Con los pelos de esa nariz se puede hacer una trenza ―dije mirando al tipo.
―Pinche chamaco gracioso ―respondió.
―Y además creo que a ti te queda grande esa tremenda yegua ―añadí viendo a la chica.
Fue entonces cuando el tipo intentó cogerme de la playera sin conseguirlo.
Retrocedí un poco y me apuré a perderme entre la multitud. Me fui al frente a más de quince cabezas cuando el escenario principal se apagó por completo. Luego se encendieron tres reflectores circulares paulatinamente.
Uno de los reflectores se posicionó en la batería solitaria donde apareció Lars con unos cortos negros muy ceñidos y una camiseta blanca. Cogió su banco y tomó su puesto. Luego otro reflector iluminó el camino que iba trazando Kirk hasta llegar a mitad del escenario. Se veía muy concentrado en lo que iba a hacer. A su vez empezó a sonar extasi of gold, la pista de Enrio Morricone que había tomado prestada la banda. Fue entonces cuando el capitán arribó el barco. Tenía su cabello pulcro y acomodado, su atuendo sobrio y avejentado. Su barba era abundante sólo a mitad del rostro. Sus argollas estaban bien disimuladas en las orejas. Su gesto duro y su actitud amable y con energía eran inconfundibles. Todo eso hacía que su presencia fuese inolvidable. Jeims al fin estaba al mando. Justo cuando sonaba el clímax de la Rola de Enrio empezó a tocar con vehemencia. Sólo pasaron unos segundos cuando reconocí que la rola con la que iniciaron era Bredfan. La gente se sobresaltó, los silbidos fueron apagados inmediatamente por el estruendo delirante de la banda. La gente había cobrado un segundo aire pese a lo desgastante y aburrido de la tarde. Las mujeres proferían aullidos que de ser trasmitidos por una bocina las hubiesen volado. Jeims rasgueaba su guitarra y cantaba con una fuerza contagiosa. Todo el mundo se puso a dar saltos. Las sillas se esfumaron en un tris. Algunas ya estaban hechas pedazos. Los tubos esparcidos parecían parte de cadáveres molidos. El regocijo que mostraban los asistentes al sacudirse era inminente. Busqué a Memo y a Goyo. Jamás los encontraría en un momento así.
Continuaron con Master of pupets. La gente coreaba las canciones. Todo el mundo las sabía perfectamente. Por un momento la voz del vocalista quedó disuelta entre los gritos de ese mar de voces. Ejecutaron otras cuantas rolas Ful enloqueció aún más a todos los espectadores. El cover de los misfits tampoco permitió que decayesen los ánimos. Se efectuó la tradicional introducción de guon. Hubo ensordecedoras explosiones. La banda quiso retirarse por más de tres intentos. Pero la presión y el entusiasmo del público los llevó al escenario una y otra vez. Al final tocaron Enter sadman y Bateri. El concierto concluyó con una densa nube de vapor en el aire y con una euforia al parecer permanente.
A la salida esperé a memo y a Goyo. No daban señas. Después de media hora fui a buscar el bocho. No estaba. Entonces decidí caminar hacia la estación siguiente. Quizás tendría suerte para tomar el metro. Habían cerrado la estación cerca del autódromo. Me fui a paso lento. Pasé a cenar a unos tacos de pastor y luego jugué en unas chipas que aún estaban abiertas. Casi era media noche y yo aún no abordaba el metro. De repente me invadió una sensación de vacío mientras estaba tomando una cerveza al lado de la tienda. Hice el recuento del día pero no encontré nada sobresaliente. Aunque desgasté gran parte de mis energías aún me sentía ansioso. No comprendí porqué me asaltaba una sensación de ese tipo. Supuse que debía estar tranquilo para entonces. Pero no lo estaba. Pedí otra cerveza, me la acabé lo más pronto que pude, dejé el envase a un costado y seguí caminando hasta llegar al metro. Antes de acercarme a la entrada del metro una chica que estaba en compañía de otras tres y un par de metaleros me interceptó y dijo:
―Me gusta tu playera.
Era muy bonita. Su piel blanca y sus facciones demasiado finas me afirmaron que no era del rumbo. Siempre tuve suerte con las malditas güeras.
―A mi también ―respondí mientras sacaba el cambio de mi pantalón.
―Ya pasa de la media noche, el último metro acaba de salir.
―Voy a tener que buscar un taxi.
―Nosotros vamos a una peda. Si quieres acompáñanos un rato y luego te pasamos a dejar.
―Vivo algo lejos.
― ¿Por dónde?
―Cerca del metro Mixcoac.
―No te preocupes, yo vivo por la avenida división del Norte. Al menos te dejaríamos más cerca.
―Está bien.
Subimos a un topaz con buena pinta.
Al parecer la chica iba con su hermano y con el novio de una amiga. Eran dos años mayores. De todas formas nos veíamos a la par.
Caímos en una casa bastante lujosa. Como lo deduje, la chica estaba bien acomodada. Su hermano nos encaminó hacia una sala enorme. Encendieron un estéreo muy potente y pusieron algunas rolas de la banda. Bebimos muy apresurado. Cerca de las tres una de las chicas cayó fulminada por la ginebra. Como yo no estaba acostumbrado a consumir cosas tan decentes, mi paladar no resintió el chupe. Me mantenía al cien.
Poco después cayó la otra chica y quien al parecer era su novio. Sólo quedábamos tumbados en la alfombra los chicos de la casa y yo. Los tres comentamos nuestras impresiones del concierto y seguímos dándole al frasco de ginebra. Luego compartimos algunas anécdotas personales. La chica me dijo que se llamaba Alondra y que tampoco había asistido a un concierto de ese estilo. Yo le dije que sólo había estado en toquines de urbano y de Hard core. Ambos se mostraban más concentrados a medida que les contaba algunas experiencias durante esas tocadas callejeras. A la hora siguiente el se levantó, me dio una palmada en el hombro y me dijo que por la mañana me haría el favor de llevarme hasta mi casa. Le dije que no había problema. Que en cuanto amaneciera yo cogería el metro o algún pesero. De todas formas ya estaba relativamente cerca. Alrededor de las cuatro Alondra se incorporó y fue un momento a su cuarto. Poco después trajo consigo un cobertor y una almohada. Me los alcanzó y me dijo que nos veíamos temprano. Luego apagó la luz de la sala y desapareció.
Aún seguía con esa sensación de ansias. A pesar de haber bebido bastante no podía conciliar el sueño. Dejé el cobertor a un lado y me puse boca arriba sobre el sillón. Me desconcertó de sobremanera seguir sintiéndome de ese modo. Entonces una silueta oscura se posó sobre mí y me sacó un susto tremendo. Cuando conseguí enfocar un poco entre las sombras me di cuenta que era Alondra. Estaba observándome. Inmediatamente tocó con un solo dedo mis rodillas y me hizo una seña con la mano para que la siguiese. Caminamos por un pasillo largo hasta llegar a una puerta. Me dijo al oído que me metiera, que no encendiera la luz y que no tardaría. Me senté en el borde de la cama y esperé un poco. Luego por acto reflejo me recosté de lado. Una fragancia dulce se desprendía del edredón. Al cabo de media hora Alondra regresó metida en un pijama muy guango y delgado. Me miró sonriendo y me dijo que me recorriese hacia la pared que quedaba a mis espaldas. También se recostó de lado y me fue empujando hacia atrás poco a poco con sus nalgas. Podía sentir por encima de su pijama que no llevaba calzones. Una sensación de hormigueo invadió mi rostro. Sabía que me lo tenía colorado. Pero al menos en plena obscuridad la chica no lo notaría. Así permanecimos un rato hasta que de pronto se volvió hacia mi y comenzó a besar mi rostro. Por más que intentaba buscar sus labios, ella se las ingeniaba para evadirlos. Sin embargo no frenaba de besarme en otros lados. No entendía su comportamiento. ¿Porqué no se desnudaba de una buena vez? ¿Por qué no le daba rienda suelta a su deseo? Su actitud demasiado apaciguada comenzó a producirme algo muy extraño. Sentí una mezcla entre el deseo y la calma. La sensación que me asaltaba horas antes extrañamente estaba disminuyendo. A medida que me toqueteaba mi malestar se desvanecía. Lo hacía con mucha confianza pero con paciencia y moderación. Nunca había pasado por algo así. Sus manos se sentían deseosas y gentiles. Cuando me envolvió la cintura con sus muslos sentí un persistente cosquilleo que descendía por mi columna hasta asentarse en pleno ano. Sus manos se dedicaban a explorarme con ternura y deseo. El tacto no era delicado. Quiero decir que era fuerte, intenso, pero nunca acelerado.
Entonces comencé a imitarla. Empecé a juguetear con el cordón que ajustaba su pijama. Lo enrollaba y desenrollaba entre mis dedos. Luego metí mis manos por debajo de su blusa y froté mis dedos sobre su espalda. Me sentía muy bien al hacerlo de ese modo. Me satisfacía aprender a tocar a una mujer de esa manera. Durante un rato también estuve peinando su linda cabellera sólo con mis dedos. Luego alcé sus brazos y les di unos masajes eventuales. Luego froté mis dedos sobre el costado de ambos muslos. De pronto me ruboricé de nuevo. Después de todo entendí que la chica me estaba enseñando cómo hacerlo. Entonces comenzó deslizar con suavidad sus labios sobre los míos. Siempre que estaba a punto de separarse me daba un mordisco casi imperceptible sobre el labio inferior. Después tomó mis manos y se las llevó hasta sus pechos. Empezó a dibujar círculos en medio de los pechos y luego en cada uno de ellos. Después las dirigió hacia sus nalgas. Colocó las suyas sobre las mías y apretó de tal forma que yo estuviese al tanto de la presión que ella quería que yo ejerciese. Observé su rostro. Reflejaba una paciencia y cordura inconcebible. Ella sabía perfectamente lo que hacía y lo que quería. Mi cuerpo al fin comenzaba a sentirse cansado.
Así estuvimos otro rato hasta que por sí sola se despojó de ese pijama y me quitó los pantalones.
―Déjate esa playera ―me dijo ―. Te dije que me gustaba.
Sólo afirme moviendo la cabeza.
Al final me cogió la verga con el pulgar, el anular y el índice de una mano y me dijo que cuando estuviese listo lo hiciera.
Y lo hice, despacio.
Cuando desperté eran alrededor de las doce. Habían recorrido las cortinas de una ventana bastante grande por la que se filtraba la luz de lleno. Me incorporé , busqué mis calzones, me puse los calcetines, el pantalón y los tenis. Y esperé a que alguien entrase al cuarto.
Al poco rato Alondra entró con un jugo de guayaba. Llevaba puesto el pijama de la madrugada anterior.
― ¿Cómo te sientes? ―me dijo mientras se apartaba un mechón de cabello que le estaba cubriendo un ojo.
―Pues bien, nomás con mucha sed.
Ambos reímos.
―Estaría chido que un día me invitases a una de esas tocadas como las que mencionaste anoche.
―Cuando salga alguna, seguro te invito.
―Mi hermano va para revolución. Si quieres ve con él para que te dé un aventón.
―Sí, está chido.
―Váyanse con cuidado.
―Él es el que maneja, no yo.
―A ver si nos vemos después.
―Me gustaría.
―A mí también.
Nos despedimos con un abrazo prolongado y un beso bastante apacible.

Al llegar a mi casa desayuné, me eché un baño y sali de nuevo rumbo al taller.
Cuando llegué Memo estaba revisando el motor de un taxi y Goyo le iba a cambiar los frenos a una Cheroqui que pertenecía al dueño de una taquería que estaba cerca.
En cuanto me vieron los dos torcieron el hocico.
― ¿Dónde te quedaste hijo de la chingada? ― me cuestionó memo mientras le daba unos brochazos con gasolina al motor desarmado del bocho.
―Ustedes fueron los que me dejaron, culeros ―dije.
―No mames, si te estuvimos buscando como putos locos― dijo Goyo que intentaba desmontar una llanta delantera.
―No sean guaguarones ―les dije―, Ni siquiera había pasado media hora después del concierto cuando fui a buscar el bocho y ya no estaba.
―No mames ―replicó Memo―, no te íbamos a esperar toda la pinche noche. Pero bueno, ¿Te la pasaste chido?
―Pues sí.
Volví a mirara a Goyo. Estaba sudando, las venas de su frente sobresalían. Intentaba sacar el último birlo de la llanta que al parecer estaba atascado.
―Esta chingadera no afloja ―dijo Goyo bastante enardecido―. Hay que ponerle usar más fuerza y velocidad.
Volvió a colocar la llave de cruz. Le dio unos empujones muy precipitados. Luego pateó la llave, se enjugó la frente y se sentó en la banqueta.
―Aguanta Goyo ―le dije―. Quieres resolver todo en chinga. Parece que siempre se te acaba el tiempo.
―Todo se hace de volada― respondió. Si no, ¿Para qué?
―No chingues ―respondí ―. Las cosas se hacen mejor despacio.
¿Despacio?
―Sí, despacio. Con calma.
Recordé la noche anterior y sonreí.
― ¿Por qué te ríes como pendejo? ―respondió Goyo―. Mejor ayúdame para que se te quite esa cara de pendejo.
―A ver güey ―dijo Memo―, ahí te va. Mejor hazle caso al pinche Alejandro.
Entonces Memo cogió la llave de cruz. La colocó en el birlo con sumo cuidado. Hizo una breve palanca. El birlo cedió enseguida.
―¿Ya ves pendejo? ―le dije a Goyo―, acabo de aprender que todo lo que hagas, si lo haces despacio, resulta mejor.
―Sí, ya vi ―respondió Goyo un poco pensativo.

martes, 23 de agosto de 2011

Juro que no vuelvo a hacerlo (Parte III y última)


III
Una de esas chicas tenía los cabellos tan rojizos como los rayos lastimeros de un ocaso a punto de concluir. También era alta y de nalgas innegablemente portentosas. A decir verdad, siempre he sido un aficionado de las buenas posaderas. Aunque tengo una predilección por los ojos y la espalda, siempre me las compongo para encontrar en mi camino a mujeres con cachas sobresalientes.
La pelirroja me miró un segundo y dijo:
―Hola, no te había visto por aquí antes ¿Eres nuevo? Tienes unos ojos muy bonitos.
―En efecto ―respondí―, soy nuevo.
El resto de las chicas comenzó a cuchichear sin tratar de encubrirse.
―No seas pesada con el chico ―dijo otra de ellas que también era de buen ver. Tenía los labios carnosos, el cabello liso y extenso, el rostro un poco alargado y unas piernas demasiado fornidas. Sus hombros huesudos resaltaban mucho y los pechos pequeños que se asomaban por su blusa, se compensaban perfectamente en proporción con su imponente defensa. La observé atraído e intervine diciendo:
―No te preocupes, no me desconcierta en lo absoluto.
― ¿Ah, no? ―exclamó una morena que se encontraba a su lado.
Recuerdo que estaba de mi estatura, esbelta y de cabello largo sedoso. Parecía réplica exacta de una princesa Maya.
―En verdad que no ―respondí con una leve mueca.
― ¿ Y se puede saber qué haces aquí? ―preguntó la pelirroja.
―Pues resulta que me contrataron para escribir sandeces constantemente.
―Ya veo, estás con los de “creatividad”.
―Sí.
― ¿ Y cómo va tu primer día?
―Terminó hace una hora.
―Bueno, si quieres puedes quedarte un rato con nosotras. También hemos terminado por hoy. Aunque oficialmente no sea así. Además, creo que la conversación que tenemos también te concierne. Es sobre los hombres.
―Yo no soy un hombre.
― ¿Eres gay?
―No. Sencillamente soy un holgazán.
―Pero te gustan las mujeres, supongo.
―Sí, y odio tanto a los hombres que todo el tiempo me reprocho a mi mismo por ser uno de ellos.
―Entonces hubieses querido ser una chica.
―No, sencillamente ser un SER HUMANO AUTÉNTICO.
Me espatarré junto a ellas.
―Bien ―dije mientras me acomodaba en medio de tantas nalgonas―, las escucho.
―Hablábamos sobre algo inusual ―dijo la pelirroja.
―¿Sobre la paciencia, la ternura o el afecto de verdad? ―pregunté.
―Eso no es inusual.
―Hoy en día sí que lo es. Sólo piénsalo con detenimiento.
―Bueno, está bien. Lo haré. Pero como iba diciendo… hablábamos sobre cosas poco comunes. Te preguntaré algo ¿Crees que para los hombres sea demasiado conflictivo relacionarse con una mujer más alta?
― Eso es muy absurdo. Pero supongo que algunos trastornados se acomplejarían por eso. En mi caso, eso no representa un contratiempo.
― ¿Por qué?
A fin de cuentas en la cama siempre nos emparejamos.
Todas rieron como hienas descarriadas.
― ¿Sabes? ―continué―, ahora que lo pienso, sería más atractivo el asunto. Tal vez podría acostumbrarme a que yo fuese el que estuviese todo el tiempo sobre la acera para estar a nivel al despedirnos.
Desataron más risotadas.
―Esa fue una muy buena respuesta ―apenas dijo la morena al andar casi muerta de la risa.
―Es lógico ―proseguí―. A fin de cuentas «El centro es lo que nos une, no los extremos».
―Las risas se intensificaron a un grado demencial.
―Vaya ―dijo la pelirroja―, ahora entiendo por qué te contrataron.
― ¿Sí?
―Eres demasiado ocurrente.
―Eso es lo que aseguran por todos lados.
―En fin, parece que para los hombres, las cosas resultan suficientemente sencillas.
―Quizás no sea eso. Por el contrario; creo que nos acongojamos a la par. La diferencia podría ser que casi todo el tiempo, ustedes se atormentan demasiado. Son más lunáticas.
Todas cambiaron el seño aligerado que mostraban.
―Pues yo creo que somos menos premeditadas que los hombres― dijo la pelirroja.
―Mucho más desvariantes y prejuiciosas diría yo ―agregué.
―Ustedes resultan demasiado decepcionantes.
―Claro, eso lo entiendo. Apuesto a que jamás saldrías con alguno de esos ballet parking que trabajan en los restaurantes cercanos o con el chofer de algún inversionista. Es evidente que una mujer como tú, que gasta más de la mitad de su sueldo en atuendo y bisutería, jamás saldría con un chico que sólo le atrajera. Ustedes todo el tiempo creen ser demasiado cálidas, gentiles y analíticas, pero en realidad sólo se la pasan planteándose las preguntas equivocadas, apreciando las cosas equivocadas e intentando sentir las cosas equivocadas. Por eso se decepcionan. Jamás le dan una oportunidad a su yo interior. Siempre consiguen alinearse a lo que el resto aprecia y persigue. Buscan compañías equivocadas, representan a la seguridad en dígitos, confunden la hermosura con la vanidad o la alegría con la autodestrucción.
― ¿Cómo puedes asegurarlo?
―Lo has demostrado hace un rato. Te acongojas por asuntos demasiado sosos, querida. Te cuestionas cosas absurdas y te escandalizan cosas sin importancia. Te preocupa que un hombre agradable pueda ser más bajo de estatura. Por Dios. Deberías preocuparte por saber si es un hombre que podría estimularte.
Todas me miraban escépticas y bastante atentas.
― No lo creo ―añadió la pequeña morenaza.
―Típico ―respondí―. Cuando contemplan a un hombre atractivo, normalmente se refugian en expresiones como: me gusta su forma de ser, me hace reír todo el tiempo o es buena persona. La verdad es que ustedes son demasiado selectivas. Siempre buscan un hombre atractivo y bastante domesticable o más dócil, pequeñas. Eso las hace sentir más seguras. Lo comprendo. Un cretino siempre va a proporcionarles mayor seguridad. O por lo menos va a proporcionarles un mínimo grado de confianza ya que ustedes no portan en realidad ni una pizca.
―Eso no es cierto ―peroró la pelirroja.
―Hollywood las ha engañando primores ―respondí―. Jamás encontrarán todos los atributos en un solo hombre. Existe una sencilla razón y es que ustedes consideran como virtudes a cosas que en verdad no lo son. Sean francas consigo mismas.
―Te crees muy listo ―respondió la pelirroja.
El resto de las chicas seguían guardando silencio. Estaban dominadas por la charla.
―Sólo soy muy observador ―respondí―. Siempre cometen el mismo error. Todo el tiempo permanecen a la espera de su «hombre ideal». Claro, todas quisieran que tuviese un tórax descomunal, un carácter espléndido, dedos largos, un corvete, un departamento en la costa del mediterráneo, la bondad de un mocoso, el rostro de un adonis, la sensibilidad de un coquer, la fogosidad de un cubano, una cuenta vitalicia en islas caimán y una comprensión tan similar a la de sus respectivas madres. Quizá alguna vez consigan toparse con alguien que finja todo eso. Tal vez exista alguien con todas esas «cualidades». Sin embargo, ¿podrían asegurar que de verdad ustedes atraerían a un tipo así? ¿Acaso él estaría completamente dispuesto a involucrarse con alguien como ustedes? Piénsenlo. Se llevarían una tremenda sorpresa si lo reflexionasen un poco. Ustedes son las auténticas egoístas.
Aquellas tres que discutían conmigo enmudecieron estrepitosamente y se tornaron reflexivas. No dejaban de mirarme.
―Bueno ―dije―, es hora de irme.
―Quédate un poco más ―exclamó la morenaza un poco remilgosa.
―Regresaré más tarde, voy por algo de beber ―mentí.
La verdad es que no quise seguir siendo una consultoría emocional. Así que di la vuelta y antes de llegar al elevador aquella morena con el greñero esponjado se apresuró hacía mi y dijo:
―Te acompaño a la planta baja, ahí se encuentra una máquina de bebidas.
Avanzamos hacia el elevador dejando atrás a las demás que continuaban rechistando entre sí.
―Me llamo Sandra ―dijo la morena mientras me cogía del brazo y aguardábamos al pie del elevador.
―Yo soy Ale ―respondí cuando simultáneamente se abrieron las puertas.
Entramos.
Ella era tan imponente de cerca como yo pensaba. Los dioses Mayas la habían agraciado al por mayor por todos los flancos. Era una princesa Malinche moderna. Parecía que el choque de culturas se representaba de nuevo entre nosotros: un escuálido blanquito que mediante extraños encantos reflexivos sometía a su voluntad a una descendiente étnica demasiado entera para los tiempos decadentes que corrían.
―Creo que le has caído bien a todas a fin de cuentas ―dijo mientras se acomodaba con una mano su oblonga melena.
―Lo que me preocupa es ya no poder resistirme para caerles encima ―respondí―. Seguramente después ya no querrán dirigirme la palabra.
―Por mi parte no será así ―insinuó.
Se hizo el silencio unos segundos y antes de descender ella dijo:
― Seguramente tienes muchas mujeres a tu alrededor.
―¿Qué te hace pensar eso? ―le cuestioné.
―No sé, sólo me surgió esa sensación después de escucharte.
― ¿Y qué ha tenido de peculiar escucharme?
―Parece como si todo el tiempo estuvieses pensando. Supongo que eres un hombre interesante.
No dije nada al respecto.
Bajamos del ascensor y me dispuse a caminar a su lado. A veces podía mirar en breves atisbos esa figura fabulosa. Quetzalcoatl y compañía me compartían en sacrificio a una de sus más encantadoras descendientes prehispánicas. Siempre he deseado de sobremanera a las morenas.
A mitad del camino quiso rodearme el cuello con sus brazos. La evadí antes de que lo lograse. Pero persistió y consiguió besarme.
―No te fíes de tus primeras impresiones ―le advertí mientras la apartaba.
―Pierde cuidado. No soy de las que se enamoran al instante.
―Por eso mismo.
―Chicos como tú casi no pueden encontrarse. Así, tan francos y claros.
―Te equivocas. Andan por doquier todo el tiempo. Pero ustedes no logran percibirlos. No les conceden ninguna oportunidad. Les han enseñado a no verlos.
―No me parece que sea así.
―Siempre dejan de lado a los sujetos correctos. Intenta hacer un recuento de tu vida por primera vez. Descubrirás que siempre han sido parte esencial de ella
― ¿De quiénes hablas?
― Del chico que por tus encantos, seguramente hacía tu tarea en la escuela cuando eras niña. También de aquel chico al que le contabas tus deslices constantes con el más popular de la secundaria y que siempre fingía reír cuando en realidad se mortificaba a sí mismo por tener deseos distintos hacia ti. De igual forma hablo de tu amigo el aburrido, ése que todos tenemos; el que siempre creíste gay y que aquejabas todo el tiempo con tus historias escandalosas de amoríos decepcionantes en la preparatoria. Hablo también del chico reservado en la universidad; de ése al que únicamente observabas en las clases y que constantemente perseguía una oportunidad para sólo acompañarte en el camino de regreso a casa todos los viernes y que por supuesto, tú dejabas a un lado al salir de clases para pasarla en compañía de gaznápiros “muy sociables”. Me refiero también al chico que fue tu vecino mucho tiempo y que jamás te ha contado una pizca de su vida personal y que a pesar de eso, siempre ha estado DISPUESTO A ESCUCHARTE en cualquier hora.
―Ahora que lo mencionas… la verdad es que sí han existido chicos así en mi vida.
―Sí, seguro que sí. También estoy hablando del compañero de trabajo reservado que siempre sale hasta muy tarde. Ese que es muy talentoso, poco agraciado y que apenas te saluda y que cuando no logras percibirlo, te observa complacido y soporta en silencio las propuestas indecorosas que continuamente te hacen los demás en la oficina. Hablo de todos esos que miran películas aburridísimas por la madrugada pensando cómo podrían hacer sentirte confortada mientras tú apenas consigues llegar a casa dando tumbos. Hablo de esos chicos que vagan solos por las anchurosas aceras de la ciudad y contemplan el paisaje desconcertante de un mundo individualista e indiferente mientras que tú te entretienes en charlas de chat candentes creyendo ilusamente que sostienes amoríos con desconocidos que tienen lindas fotografías en el display del mensajero. Hablo de esos que nunca aprendieron a bailar, a coquetear, a divertirse los fines de semana por falta de interés o decepción. Pero que en cambio, PODRÍAN APRENDER SOBRE TI CON ENTUSIASMO. Hablo de esos personajes que han participado en tus momentos cruciales y que desafortunadamente han quedado desenfocados de la lente que ha capturado tus momentos gratos. Son esos que normalmente salen borrosos en la fotografía. Sí, esos que nadie nota, pero que se encuentran ahí, formando parte del paisaje .Y es más, determinando gran parte de tu estabilidad, directa o indirectamente, sin que lo notes.
―Jesús, hablas como si fueses un pensador.
―No ternura. Soy algo mejor. Algo más pobre pero más cabal.
―Qué
― Alguien que intenta ser una verdadera persona.
―Y a todo esto… ¿Cuál ha sido la razón para que hayas caído aquí?
―La misma por la que evité meterte en algún baño en este instante, magrearte el cuerpo y arrugar tu lindo traje.
― ¿Cuál?
―Preocuparme por alguien más por primera vez en mi vida.
―Vaya, qué afortunada.
―Digamos que sólo debo saldar una deuda.
― ¿Acaso tú eres de los que cree en la fidelidad?
―No.
― ¿Entonces por qué lo haces?
―Es simple. Cuando estoy con una chica, no me restan energías para involucrarme con otra. Siempre que estoy con una mujer, toda mi energía, mi dedicación, mi atención y mis emociones se desatan sobre ella. Siempre quedo exhausto y pudiese decir que impedido para intentar algo con alguien más. Esa es mi cruz. Toda mi energía emocional acumulada la deposito sobre una sola persona.
―Eso sí que es amor.
―No, eso es ser un genuino cretino.
Después llegamos a la maquina, deposité unas monedas, pulsé el botón, escupió el refresco, lo cogí y lo abrí , le di un trago, percibí la mirada fija que tenía sobre mí la recepcionista tetona que se encontraba a unos cuantos pasos, le ofrecí un poco a la morena, le pego un buen sorbo, regresamos al ascensor y subimos de nuevo.
Deje a Sandra en su cubículo y me abrí paso entre esas nefastas mujeres ignorándolas por completo. No quería conversar con ellas de nuevo. Tan solo el recordar esa breve charla me producía demasiado descontento. Al seguir enfilando a la oficina me percaté que había ocurrido un cambio repentino en la atmosfera del lugar. Contemplé a muchos haciendo llamadas telefónicas desesperadas. De pronto todo el mundo parecía estar demasiado irritado. Algunos redactaban oficios a toda velocidad. Yo sabía perfectamente que en ciertos casos, el trabajo administrativo requería bastante papeleo, pero eso era demasiado exagerado. Todo el mundo saturaba sus ordenadores al abrir una infinidad de programas para intentar realizar varias cosas al mismo tiempo. De pronto, todos en ese lugar tenían muchísimo trabajo pendiente. En sólo unos minutos el personal se había vuelto completamente loco.
Lo mismo percibí cuando abrí la puerta de esa oficina y miré a Luciano. Estaba discutiendo con el resto de zopencos.
―¿Qué sucede? ―pregunté.
―Lo de siempre ―respondió Luciano muy irritado― Se nos acumuló el trabajo.
Me dirigí a mi asiento, cogí la libreta e intenté escribir de nuevo. Sin embargo, no pasaron ni dos segundos cuando Luciano me arrebató violentamente la libreta.
― ¿Qué te ocurre? ―le pregunté encabritado.
―No es hora para estar jugueteando ―respondió exasperado―, debes ayudarnos en esto. No es momento para que continúes con tus payasadas.
Está bien, ¿en qué puedo ayudarte?
―Ve por unos cafés ―dijo en un tono demasiado imperante.
Andrik y Tadeo se miraron mutuamente y después me miraron.
―Bueno ―respondí despreocupado―, dime a dónde debo ir por ellos.
―! Ese es problema tuyo ¡ ―replicó Luciano.
Tadeo y Andrik volvieron a mirarme. Pablo continuaba de pie.
―Será mejor que te relajes, viejo ―respondí ya encendido― si vuelves a hablarme en ese tono te reviento tu madre.
―Vaya― respondió ironizando ―al fin sacaste a relucir tu naqués.
―Deberías revisar la etimología de esa palabra, hombre. Te ajusta a la perfección.
―Ya le había dicho a Aquiles que pusiera atención en las personas que contratara. Le dije que sólo fuese gente profesional y con experiencia, no cualquier pelagatos.
―Entonces debiste salir pies por delante desde hace mucho.
―Creo que un miserable vago no tiene derecho a opinar.
―Será mejor que midas tus palabras.
Al hacerle esa advertencia, Luciano soltó de estrépito los cartelones que sostenía y me respondió:
― ¿O si no qué?
―Mira ―respondí―, te lo puedo decir de dos formas. La elegante: vamos a salir a dirimir asperezas. La más agradable: vamos a salir a que te ponga en tu madre.
El pánico cundió. Todos se replegaron tras Luciano. Inmediatamente se puso muy nervioso mirando a todas partes. Supo entonces que no tenía el respaldo de nadie.
Acto seguido me acerque justo frente a él. Mi rostro estaba a sólo unos cuantos centímetros del suyo. Le miré desdeñoso y dije:
―Será mejor que me vaya. No quisiera terminar como tú: desquiciado, neurótico, ansioso y completamente desmoronado por el estrés. Este empleo no fue una buena idea.
El sitio me enfermaba. Jamás pensé que pudiese estar rodeado de tanto individualismo, tanta petulancia burda y tanta paranoia…
Salí despacio, cogí el elevador y descendí hasta la recepción. Me sentí muy decepcionado. Así que por alguna extraña razón, me acerqué a donde se encontraba la mujer madura con la intención de hablar con ella un momento.
―Qué se te ofrece ojitos ―dijo al ver que me aproximaba a ella.
―Sólo vengo a hacerle un poco de compañía.
―¿Todo bien en tu primer día?
―La verdad es que resulta un poco extraño.
―¿Por qué lo dices?
―Hay demasiado tiempo desperdiciado. Todos al principio parecen demasiado apaciguados y de pronto, ya no hay tiempo para nada; todo el mundo se vuelve irritable y descontrolado.
―Así es a veces. Todo se encuentra en calma pero continuamente llegan momentos donde las presiones repentinas te llevan al borde del colapso.
―Eso es lo que no está bien.
―Lo sé. Y dime ¿Ya hiciste migas por ahí? Te vi hace un rato con una chica. Pareces del tipo de personas que socializa enseguida.
―Pues las cosas no resultaron bien del todo.
― ¿Ah sí? ¿Por qué lo dices?
―Hace un rato conversé con las mujeres más repugnantes de mi vida.
―¿Y sobre qué conversaron?
―Pues sobre algunos de sus complejos y prejuicios, algunas razones por las cuales sus relaciones con el hombre se van a pique… cosas así. Jamás distinguen entre lo que quieren y lo que necesitan. En fin, todo concluyó en puros silencos. Siempre se plantean las preguntas equivocadas.
―Te metiste en líos.
―Lo sé.
―Las chicas de hoy no cambiarán. Siempre elegirán sólo lo que les gusta aunque después les desconcierte.
―Usted es una mujer muy sabia ¿Es casada?
―Creo que eres un chico al cual no debo explicarle por qué estoy sola.
―Entiendo. De cualquier forma… me voy. Fue un gusto conocerla aunque haya sido por unos momentos.
― ¿Sabes? Desde que te vi entrar supe que no permanecerías ni un solo día.
― ¿Por qué lo supo?
―Eso pregúntaselo a alguien que te conozca. Disfrutarás lo que te responderán.
Eché un último vistazo a sus preciosos pechos y después salí para encaminarme a una zona donde circulase el colectivo. Habían transcurrido apenas unas cuantas horas. El día estaba despejado y el atardecer teñía el cielo con un azul muy pálido.
Cogí un autobús para regresar a casa de Fabiola. Llevaría malas noticias.
Al estar frente a la puerta de la casa, una extraña sensación me invadió. Saque las llaves de mi pantalón y antes de introducir la correcta en la cerradura esperé un momento.
―Quizás ande afuera todavía ―pensé para mí mismo.
Miré hacia la avenida unos segundos y luego metí la llave, abrí la puerta y me fui directo al baño. Me estaba orinando en los pantalones. Cuando terminé, se me olvidó bajarle al retrete. Sólo me lavé las manos y me dirigí a la cocina. Antes de entrar, miré por la ventanilla de la puerta a un desconocido que estaba parado justo detrás de la barra con el rostro dirigido hacia el cielo. Abajo, justo en la esquina de la barra, apenas se asomaba un par de tenis de color azul. Eran los tenis preferidos de Fabiola.
Entonces subí a su cuarto y sin hacer demasiado escándalo eché mi ropa en un par de mochilas que yo había llevado desde que me mudé. Luego me puse a trastear en el cajón de su escritorio hasta encontrar unos billetes que yo había escondido ahí. Fui veloz. Sólo tardé un par de minutos.
Cuando bajé de nuevo, el tipo seguía de pie en la barra. Su cabeza ahora miraba hacia abajo. Seguro disfrutaba las muecas.
Salí sin ser visto. Anduve caminando un buen rato y me puse a pensar en la última escena que vi en casa de Fabiola.
―Nunca definen lo que en verdad quieren.―pensé.
Jamás la tope de nuevo.
Al día siguiente regresé a casa. Mis padres estaban furiosos. Decían que su casa ya no sería un continuo hotel de paso. Prometí ajustarme de nuevo a lo que propusiera la familia y aseguré que me reincorporaría a la escuela lo más pronto posible. De alguna forma extrañaba la escuela.
Por la tarde, me encontré a mi amigo Juan en las cancha de básquet de un deportivo cerca de mi casa. Siempre había estado al tanto de todas mis movidas con las chicas hasta entonces. Sabía de aquel empleo y de mi situación reciente con Fabiola. Cuando nos sentamos sobre una banca de metal que estaba a un costado de las canchas, le conté lo sucedido. Sólo me miró compasivo y dijo:
―En verdad que es una pena Ale. No duraste un solo día en el trabajo, ya no tienes vieja, ni mucho menos futuro.
Ambos reímos.
En ese instante sonó mi celular. Lo saqué de la bolsa de mi camisa y respondí. Era mi madre.
―Te acaba de llamar un tal Aquiles.
―Espero que le hayas dicho que ya no vivo ahí.
―Dijo que volvía a llamar más tarde. Dice que tienes que cobrar un cheque por dos mil pesos. Según es por tu trabajo.
― ¿Dos mil pesos?
―Lo que escuchaste sordito. Regresa temprano, tu padre está bien enojado.
―Está bien, al rato llego.
Colgué.
Así es esto ―le dije a Juan―. Es una pena. Eso fue lo que pasó. Juro que no vuelvo a hacerlo.
Sí wey ―añadió―. Ya no te enamores ni mucho menos confíes en las mujeres.
―No me refiero a eso Juan.
― ¿Entonces a qué te refieres? ―preguntó mientras observábamos a una espléndida morenaza que estaba sola. Todo le cimbraba espectacularmente al hacer tiros con el balón en una canasta de la cancha más cercana.
―No vuelvo a buscar un empleo formal.

domingo, 21 de agosto de 2011

Juro que no vuelvo a hacerlo (Parte II)


II.
Media hora más tarde alguien llegó por nosotros. Una lindura de cabellera castaña, gran estatura y nalgas regulares se acercó y con un tono casi inexpresivo preguntó si éramos los nuevos. Todos asentimos. Entonces colocó sobre sus labios la punta del bolígrafo que sostenía entre sus dedos y dijo:
―Acérquense, agilicemos esto para concluir a tiempo.
Subimos a un elevador muy ancho. Era semejante a esos de los hospitales para trasladar camillas. Ascendió cinco pisos aproximadamente. La chica mencionó que el edificio se rentaba por muchísimas empresas y que a nosotros sólo nos correspondía el quinto. La parte del elevador que daba al exterior era completamente de cristal grueso. Podía verse un buen tramo de esa zona. Una extensa nata grisácea rozaba los edificios a lo lejos. Me confortó un poco el lindo gris de la capital. Cuando nos bajamos observé inmediatamente que el sitio estaba absolutamente repleto de cubículos estrechos. Parecía un amplio corral subdividido por numerosos tramos de tablaroca. Como es común, imaginé a una extensa camada de cerdos amontonados. La chica fue asignando gradualmente los lugares a la par de ofrecer indicaciones someras. Cuando sólo restábamos otro chico y yo, se detuvo frente a ambos y dijo:
―Ustedes vienen conmigo a la oficina.
Me sorprendió demasiada consideración. Me limité a mirarla y al percibir mi desconcierto dijo:
― Ustedes van con los encargados de las ideas.
― ¿Y por qué yo? ―le cuestioné inmediatamente.
―Veamos… ―musitó mientras inspeccionaba incómoda un manojo de hojas que llevaba consigo en una carpeta robusta.
Pensé que tal vez me endilgarían la intendencia o algo por el estilo. La chica se torno a mí de nuevo y dijo sonriendo:
― !Ah¡, sí. Al parecer, tú fuiste el chico con el puntaje más alto en las pruebas de la agencia enviadas por e-mail.
―Pero sólo era un simple test ―respondí―. ¿No es así?
―Eres muy creativo.
―Sólo me divertí un poco. Me gusta balbucear basura.
― Pues han considerado que tu basura podría servir de algo aquí.
― Claro, comerciar basura es lo más jugoso hoy en día.
Volvió a darnos la espalda y nos condujo entre esos cubículos hasta detenernos frente a una simple puerta de madera. Aquel primor giró el pomo y señaló con una cortesía de fantasía que entrásemos.
El interior del cuarto era amplio y austero. Sólo había una mesa rectangular de tamaño considerable, algunas sillas esparcidas y un par de archiveros de metal bastante añejos. De inmediato cogí la silla que tenía más cerca, la arrimé al centro de la mesa y me senté a esperar. Al fondo de la mesa se encontraban cuatro tipos agrupados discutiendo algo en voz baja. Uno de ellos entornó la cabeza y me miró un instante, luego regresó a su charla. El otro chico que llegó conmigo se quedó de pie todo el tiempo. Encendí de nuevo la música. Me puse de nuevo los audífonos para evitar una charla tensa con él. Algo más tarde alguien me tocó el hombro. Para entonces ya había escuchado un disco completo. Me quité un audífono y enseguida escuché la voz de aquel hombre que se fijó en mí cuando recién llegamos.
― Qué tal ―exclamó con amabilidad.
―Hola ―respondí terminante.
― ¿Y tú eres?
―El nuevo.
― Jajá. Lo sé, pero tu nombre es…
―Alejandro.
―Muy bien Alex. Yo soy Aquiles, el jefe de este asunto. Oye ¿Tienes alguna idea respecto a tu función en este nuevo empleo?
―No del todo.
―Pues es sencillo. Sólo debes hacer lo de siempre.
― ¿De verdad?
―Así es.
―Ya veo, entonces también tendré que seguir bañando al gato, separar la ropa blanca y de color, destapar el lavabo, tirar la basura, lavar con pinol el piso…
El tipo me miró y rio incontrolable.
― Ja, já. No precisamente. Quiero decir… ESO que haces fuera de las cosas rutinarias.
― ¿A qué te refieres?
― Pues a lo que acabas de hacer. A soltar todas esas ocurrencias en los momentos insospechados.
―Ah, las tonterías ―farfullé.
―Yo le llamaría ingenio.
―Pues yo sigo opinando lo contrario.
―Pongamos un ejemplo.
―Está bien.
Después siguió el mismo procedimiento con el otro chico. Se llamaba Pablo. No escuché muy bien lo que respondió.
El resto de los que se encontraban en el lugar me miraban estupefactos y de inmediato guardaron silencio. Pablo aún seguía de pie.
―Seguro que puedes pensar en un buen eslogan ―dijo Aquiles―. Mmm, no sé, ¿tal vez para una clínica de abortos?
―No lo sé.
―Seguro algo te viene a la mente en este momento.
― Podría ser… « Lo hacemos tan divertido que garantizamos sacarte el niño que llevas dentro».
La oficina se inundó de risas.
― ¿Lo ves? ―dijo Aquiles―, a eso me refería exactamente.
― No pensé que eso fuese trascendental.
― En realidad no lo es. Pero de cualquier forma, deja jugosos dividendos. Sólo mira la televisión.
―Yo sigo siendo un miserable.
―Por ahora.
El tipo se acercó y frotó mi cabeza con una mano como si yo aparentase ser un cachorro y después regresó a su lugar. Luego inició un discurso bastante aburrido.
―Bueno, para que lo sepan, en esta agencia similar a muchas otras, nos encargamos de brindar a nuestros empleados, atractivos estímulos acorde al potencial de rendimiento.
―Claro ―interrumpí fingiendo un carraspeo―. Somos como una especia de albañiles a destajo. Obtienes el pago acorde a lo que realices.
―Yo no lo llamaría de esa forma ―respondió un poco irritado.
―Desde luego que no. En la universidad te enseñan a emplear innumerables eufemismos.
― ¿Eufe… qué?
―Lo siento. Pensé en voz alta. Continúe.
―Como todos saben, el tiempo de trabajo estipulado es de NUEVE horas, pero en caso de que se requiera, tendrá que prolongarse respecto a la situación en la que nos encontremos.
―Es decir ―volví a interrumpir―, siempre saldremos tarde ¿ No es así?.
El resto de los chicos me miraban aterrorizados. Apenas trascurría mi primer día y ya mostraba discrepancias. Aquiles guardó silencio de repente por unos segundos y enseguida me dijo:
―Eres un hombre con carácter.
―Cínico diría yo.
―Seguramente tu actitud te ha ocasionado bastantes problemas.
―Por eso este es mi primer empleo formal.
―A pesar de eso me agradas. Es más, podría decir que tu constante actitud confrontativa puede ser muy provechosa para esta agencia.
―Seguro.
―Tienes convicción.
― ¿Por eso aún continuo subsistiendo como pordiosero?
―Bueno… pasemos a otro asunto. Te voy a presentar a tus nuevos compañeros y colaboradores.
Hizo un ademán para que el resto se acercase. Dos de ellos vestían demasiado anticuados. Parecían dobles de Cesar costa en papá soltero. O tal vez se asemejaban mucho más a un estereotipado estudiante de Harvard en las películas hollywoodenses. Vestían suéter a cuadros ―remangado― camisa lisa, pantalones de gabardina y zapatos con suela de cuero. Seguramente eran de esa clase de papanatas que enmarcan su título universitario y empotran reconocimientos ridículos alrededor de la sala. El otro manifestaba el síndrome del genio libertino: Vestía un suéter liso ―de diseñador― muy delgado, vaqueros, converse, gafas con montura de pasta, desfajado y con una actitud fingidamente desinteresada. Después de todo, su aspecto reflejaba que siempre había sido un chico de casa. No me impresionaban. Los tenía identificados desde hacía mucho.
―Bueno ―dijo Aquiles―, ellos son Andrik y Tadeo.
Luego señaló a un costado.
― Y él es Luciano.
Los tres tenían típicos nombres clasemedieros.
―Hola ―pronunciaron coordinadamente. Fue repugnante.
―Qué hay ―respondí resignado.
―Bueno, espetó Aquiles ―ellos también tienen en sus manos la misma responsabilidad que tú.
―Menos mal que la responsabilidad de las idioteces es en conjunto.
Poco más tarde se levantó con un gesto afable y mientras se alejaba dijo que nos vería más tarde.
―Y bien ―dije a esos tres―, díganme en qué consiste todo esto.
Me miraron molestos mientras ponían sobre la mesa unos cuadernillos.
―Todo es simple ―dijo Luciano―, coge una libreta, piensa en algo, escríbelo, y al final nosotros le damos el visto bueno.
Los demás asintieron. Pablo aún no abría la boca.
Cogí un cuadernillo, una pluma y un listado con algunas empresas y negocios que requerían de los servicios de la agencia. Había de todo en el listado; desde pequeñas cafeterías hasta descomunales consorcios multinacionales.
Me senté de nuevo. Sabía perfectamente de qué iba el giro. Sólo debía hacer lo que siempre había hecho en las pedas callejeras, en mitad de ciertas clases, cuando miraba un filme o simplemente cuando conversaba: plasmar esas simples asociaciones mentales con afán incómodo o gracioso.
Transcurrieron unos veinte minutos cuando ya tenía una hoja atestada de frases. Los demás no tenían siquiera la primera línea. Ese era su mayor impedimento: dejar que la paciencia se apoderase de ellos. Cuando hay mucha paciencia no hay necesidad, y si no hay necesidad, la voluntad y el ingenio jamás despiertan.
― ¿Ya tienes algo Alex? ―de pronto preguntó Luciano.
―Seguro ―respondí.
―Veamos…
Todos se aglomeraron en torno a mí y empezaron a leer.
Camotes poblanos La china: «Directos del carrito de la felicidad.»
Alta repostería alemana Auschwitz «Los hornos que se enmiendan con dulzura.»…
Tras leer el resto, sus rostros se degeneraron en horrendas muecas de desaprobación.
―Perdón ―exclamó Luciano―, pero… ¿No te parece que son un poco inadecuadas?
―Sólo hice lo que me pidieron que hiciera.
―Sí, claro. Aunque… ¿sabes? A veces las cosas necesitan un poco de seriedad.
―Eso es lo que menos necesita una vida arruinada.
― Por favor, no entablemos una conversación existencialista.
―Claro, es fácil para ti. Tú te sientes desafortunado cuando el auto no circula y tienes que llegar al trabajo en taxi. En todo caso, yo tampoco tengo la intención de sostener una discusión de ese tipo. Me he olvidado bastante de la existencia al estar rodeado por una tanda de pensadores de poca monta.
― ¿Poca… qué?
― ¿Lo ves?
―Aún así, me temo que deberás ser un poco más serio.
Justo entonces Aquiles atravesó la puerta. Traía consigo unos amplios cartelones enrollados.
― ¿Y bien? ―preguntó― ¿Cómo va la cosa por aquí? ¿Se han acoplado?
Todos se abalanzaron al jefe como unas endemoniadas rémoras.
Pues surgieron un poco de discrepancias Aquiles ―dijo Luciano.
― ¿Por qué motivo? ―preguntó Aquiles.
―Corrobórelo usted mismo ―respondió Tadeo.
El jefe cogió la libreta y comenzó a escudriñarla con un gesto incógnito.
―Me parece muy divertido ―aseguró.
Todos se quedaron totalmente paralizados por su declaración.
―Pero Aquiles ―cuestionó Luciano―, no podemos mostrar a los clientes ese TIPO DE TRABAJO a los clientes. Eso es muy absurdo e irreverente. Podríamos perder en corto plazo a muchos clientes potenciales. Eso no representa en lo absoluto un trabajo serio.
―Desde luego que no ―expresó Aquiles.
―¿ Entonces qué hacemos? ―preguntó Tadeo.
―Simple― dijo Aquiles ―pulir un poco los aportes de Alex.
― ¿Estás seguro de que podemos conseguirlo CON ESO?
―Claro. Sólo tendrán que ajustar el material de un modo menos irónico y… listo, eso será todo.
―No creo conseguirlo.
―Desde luego que lo harán. Ustedes están enteramente habituados a colocar palabras correctamente aunque no digan mucho. El chico aporta mucha más materia prima que ustedes en conjunto. Ustedes no trabajen con la forma de expresarse del chico, sino con la esencia que hay detrás de sus ironías.
Miré a Aquiles. Me dejó sorprendido. El sujeto estaba alegremente loco.
Enseguida miró sus cartelones y después dijo:
―Ahora dediquémonos a la corrección de estos afiches.
Retorné a mi silla y seguí escribiendo disparates bastante despreocupado. Comprendí que no hay nada en particular dentro del mundo de la publicidad. Me despojé de esa idea que tenía sobre ella. Antes pensaba que detrás de un slogan de calzado deportivo o de un promocional de tabacos se encontraba un conjunto de mentes prominentes. Pensaba todo el tiempo que quizás muchos intelectuales o especialistas en semiótica u otras disciplinas se encargaban de esas impresionantes síntesis en los mensajes breves y profundos en la publicidad. No fue así. En realidad, la publicidad se encuentra en manos de gente entusiasta que pretende hacer pasar su auténtica estupidez como imaginación desbordante o creatividad elocuente.
Más tarde Aquiles abandonó su trabajo en la mesa acercándose a mí de nuevo.
―No puedo creerlo ―dijo complacido―, en verdad me resulta sorprendente la cantidad de cosas tan ironizantes que logras generar. ¿Alguna vez has pensado cómo lo consigues?
― Sí, es simple. «Soy totalmente del barrio».
Todos escucharon al tiempo que escandalizaban el lugar con sus carcajadas.
― ¿Y eso en realidad ha determinado en gran medida tu talento?
―No es talento jefe ―dije―, es una consecuencia.
―Has tenido un estilo de vida interesante.
―Es sencillo ironizar la barbarie cuando la experimentas a menudo. Es difícil cuando sólo la imaginas o la intuyes.
―Si lo deseas, podrías dar un paseo por el lugar para que lo conozcas sin tanta prisa.
―Pero apenas han pasado un par de horas desde que llegué.
―Eso no es problema. Has hecho suficiente por el día de hoy. Podrías tomarte el día si lo deseas. Te lo has ganado.
― ¿Significa que me estás despidiendo?
―No,no,no. Me has malinterpretado. Por el momento hay suficiente material para trabajar lo. Si te parece, también puedes auxiliar a alguien con sus labores en los cubículos de afuera.
Entonces, solté el bolígrafo, la libreta y me incorporé encaminándome a la puerta. Una vez lejos de esa oficina, eché un vistazo general y me dispuse a recorrer de nuevo esos pasillos. Caminé despacio mirando cada uno de ellos. Algunos estaban completamente vacíos. Otros tenían una pila desordenada de documentos, libros, fotocopias y notas. Aquella zona era mixta. Había muchos hombres y mujeres confinados a labores muy tediosas en esos espacios estrechos. El trabajo sedentario acaba con el hombre.
A unos cuantos lugares más adelante se escuchaba el vago rumor de una melodía que yo conocía muy bien. Apreté el paso por aquel pasillo hasta dar con el lugar correcto de donde provenía. Las diminutas y potentes bocinas de una computadora hacían sonar Here comes the man de los Pixies. En el monitor había desplegada una hoja de cálculo en Excel y frente a esta un chico corpulento con una mano sobre un desparramadero de notas y la otra justo sobre la nuca.
―Es una buena rola ―dije mientras tomaba una silla giratoria del cubículo contiguo.
―Así es ―respondió complacido―, es un hit permanente.
―Ya lo creo.
El chico rejuntó las notas.
― ¿Eres nuevo? ―preguntó.
―Sí ―respondí.
― ¿Y qué haces por aquí a estas horas?
―Tengo libre el resto del día.
―Seguro estás con los de creatividad.
― ¿Es tan obvio?
―Claro, normalmente esos sólo vienen unas cuantas horas y permanecen sentados todo el tiempo conversando infinidad de locuras. Y encima de todo, son los que reciben mayores regalías en este sitio.
―Eso no puedo asegurarlo aún. Es mi primer día.
―Ya verás. Aunque si lo comparamos, sigue siendo una miseria.
―Eso sí te lo creo. Somos las auténticas putas baratas.
―Por supuesto.
― ¿Y tú qué haces aquí?
―Soy uno de los contadores.
―Seguro te has vuelto loco. Los números son la perdición.
―También los libros, viejo.
―Pero la locura matemática es muy distinta a la locura literaria.
―Suena interesante. Explícamelo.
―En las matemáticas se busca precisión, exactitud. En la literatura por el contrario se busca la claridad que no es lo mismo que precisión.
―Eso seguro resulta todo un embrollo.
―A veces.
Tomé un pequeño cubo de plástico que contenía bolígrafos. Cogí uno y lo balanceé entre mis dedos.
―Si quieres puedo ayudarte ―dije.
―No te preocupes ―respondió―, ya casi termino.
―Parece que tienes mucho trabajo todo el tiempo.
―No estés tan seguro. La mayor parte del tiempo no hay mucho que hacer al respecto. A veces durante una semana intentas perder el tiempo sólo en cosas que puedan distraerte y a la siguiente llega a tus manos una sobrecarga de pendientes. Todo para resolverlo por supuesto en tres días.
―Me lo imagino.
―Varía demasiado este asunto. Es agobiante.
―El ocio es de lo más agobiante para el hombre. Incluso más que una enfermedad. O tal vez sea una enfermedad desapercibida.
― ¿Por qué será?
―porque la gente evita pensar todo el tiempo.
―No podrías pensar todo el tiempo.
Te equivocas. Pensamos todo el tiempo. La gente siempre busca OCUPARSE EN ALGO que le impida cuestionarse a sí mismo.
― ¿Lo crees?
―Desde luego. Temen encararse a sí mismos. Les atemoriza demasiado concebir cómo son en realidad.
― Es cierto.
―Eligen estar en la cocina, trabajar hasta muy tarde, hacer ejercicio, practicar algún deporte, aprender manualidades, o salir a bailar por las noches. Se aterran de sí mismos y huyen del espejo.
―Eres un chico interesante y amable. Estarás poco tiempo en este lugar.
―Bueno, es hora de seguir el recorrido. Te veré después.
Me incorporé y seguí explorando. Avancé unas cuantas filas cuando de pronto topé a un grupo de chicas repantigadas sobre un par de cubículos. A juzgar por sus risotadas, supuse que se lo pasaban estupendo. Enmudecieron inmediatamente al aproximarme. Algunas me miraron desdeñosas y otras con expectación. Jamás me pasó por la mente que sólo bastaría un rato junto a ellas para afirmar que las mujeres de oficina son seres muy crueles, inconscientes y completamente orates.

viernes, 19 de agosto de 2011

Supongo que ya no hay otro lugar.


Aquel día fue el último que estuve en la preparatoria. Las clases habían concluido unas horas antes y sólo me restaba verificar algunas calificaciones con los maestros. Prácticamente yo ya había saldado cuentas con ese sitio. Después de cinco años agonizantes me las arreglé para aprobar las materias que faltaban. Al fin me había puesto ducho para los exámenes y salir de ahí. Después de mucho tiempo logré sentirme un poco complacido por ese insignificante logro.
Así que durante esa tarde deambulé por la escuela sin pensar nada en particular. Aún no me preocupaba el asunto de la universidad. Pensaba que quizás continuase estudiando o tal vez no. La verdad es que en ese momento no tenía ninguna clase de proyectos en puerta, idealizaciones prometedoras o sencillamente una perspectiva alentadora en mi vida. Había conseguido terminar la prepa y no había nada más que me importase por el momento.
En aquella tarde muchos alumnos se aglomeraron en el patio. A la mayoría le invadió un sentimiento de nostalgia. Muchos decidieron permanecer ahí para prolongar los últimos momentos. Fue un poco triste.
Justo a las cinco de la tarde yo estaba caminando por el pasillo de los salones principales. Anduve rondando por todos lados para despedirme de los amigos. De repente di vuelta para dirigirme a la explanada y entonces vi a lo lejos a Valeria. Estaba sentada en un masetero con sus amigas. Parecía que conversaban acaloradamente. Valeria había sido mi mejor amiga durante todos esos años. Era una chica muy pasiva y responsable. Siempre hacía mis tareas cuando estaba a punto de reprobar. También disparaba el chupe cuando estaba crudo o patrocinaba mi almuerzo cuando no tenía ningún clavo en la bolsa. Siempre fue muy buena conmigo. A veces discutíamos muy fuerte pero nos reconciliábamos enseguida. Ella estaba al tanto de casi todos mis líos con las mujeres y todos mis desfiguros en las borracheras. Aunque compartíamos cosas similares, también teníamos diversiones distintas. No me recriminaba nada en absoluto. Nunca acudíamos juntos a los mismos lugares y tampoco teníamos amistades en común. Nunca habíamos intimado. Siempre tomamos distancia en ese sentido. De alguna forma obteníamos lo suficiente estando juntos de ese modo.
Me detuve y permanecí inmóvil a unos cuantos metros de donde ella estaba. En cuanto me reconoció esbozó una conmovedora sonrisa, pospuso su conversación y se precipitó hacia mí.
―Por fin llegó el último día ―dijo al proporcionarme un tibio abrazo.
―Supongo que así debe ser ―respondí apartándome un poco y cogiéndola por los hombros.
―Supongo que sí ―agregó después.
Estuve mirándola cierto tiempo. Me di cuenta que tenía una mirada triste. Ya había visto antes esos ojos. Siempre que tenía algún mal sentimental mostraba esa mirada. No le dije nada. Pensé qué podía hacer por ella para remediar la situación. Entonces decidí proponerle algo.
― Oye, qué tal si damos una vuelta por ahí ―dije―. No sé. Tal vez estaría chido andar por algún lugar en estos momentos.
Valeria me miró extrañada por unos segundos. Luego su rostro reflejó una mueca de incomprensión. Al final sonrió un poco y dijo:
―Creo que durante todo este tiempo no hemos salido juntos. No entiendo por qué quieres hacerlo ahora. Pero de todos modos está bien. Sólo espera a que rectifique una calificación con el último profe y nos vamos.
Ella tenía razón. Hacía bastante tiempo que no salíamos. Además, nuestros breves encuentros siempre se efectuaban en lugares bastante casuales. A veces íbamos a las tiendas de discos para matar el tiempo. En otras ocasiones solíamos visitar librerías. En realidad, ninguno había tenido la intención de invitar al otro a paseos de otro tipo.
Aguardé una hora más o menos. Cuando salió del aula fuimos haciendo camino hacia el metro.
― ¿Y bien? ―preguntó de pronto―, ¿hacia dónde quieres ir?
―Pues no lo sé exactamente ―respondí―. La verdad es que sólo quería pasarla contigo un rato.
―Pero sería bueno dirigirnos a un lugar ―respondió.
― ¿Qué te parece si subimos al metro y bajamos hasta la terminal?
―No lo sé.
―A veces no deberíamos pensar demasiado.
―Está bien, vamos.
Durante cierta parte del camino estuve observándola. Hasta entonces no había notado la profundidad de sus ojos castaños. Tampoco me había fijado en su cabello. Lo tenía demasiado ondulado, denso y oscuro. Mucho menos me había percatado de algunas pecas difuminadas por su nariz y mejillas. De igual forma no estaba al tanto de esa sonrisa atrayente que dibujaba cada vez que terminaba un comentario. O de esos ruidos que hacía aspirando saliva con la lengua y el paladar. Eso lo hacía siempre que se ponía nerviosa. No estaba seguro de qué era lo más lindo en ella. Pero hasta entonces caí en cuenta de que en general era una mujer agraciada y encantadora.
Después de caminar unos veinte minutos arribamos al metro. El vagón iba lleno y hacía demasiado calor. Charlamos largo rato. Hicimos un breve recuento sobre cosas del pasado. En cierto momento recliné la cabeza a la ventanilla y quedé dormido a medias.
Cuando desperté me di cuenta que apenas íbamos a llegar a la terminal. Observé unos segundos a Valeria. También se había dormido. Su cabello crespo y profundo le cubría una mejilla. Dormía muy apacible. Las facciones de su rostro permanecían relajadas. Su respiración era demasiado sincrónica. De alguna forma todo eso le confería un aire tranquilo. Además noté que llevaba colgando un precioso collar con un pequeño caracol en medio.
Antes de llegar me acerqué un poco, envolví su mano con la mía, dándole intermitentes apretones con el pulgar y le dije muy quedito: «Valeria, ya vamos a bajar». Al instante ella abrió los ojos y se los talló con el dorso de sus manos. Sólo me cogió del bazo y sonrió. Salimos.
Una vez fuera del metro hicimos camino sobre la avenida. En lo personal yo no reconocía esos rumbos. De todas formas decidí caminar en línea recta. Mi única intención en ese momento era que ella estuviese conmigo. La tarde estaba cayendo. El cielo se tornaba de tonos rojizos y violetas. Las luces de los negocios situados a ambos lados de la avenida se encendían. Había mayor afluencia de gente. La mayoría salía de sus miserables empleos de diez o quizás doce horas. Hoy es un lujo trabajar menos de nueve horas.
A veces Valeria no me aguantaba el paso. Entonces giraba sobre mis tobillos, la miraba complacido y simplemente esperaba a que me alcanzase. Yo tenía una sensación irresistible por ir a su lado y escucharla. A ratos ella permanecía absorta en algún aparador o simplemente se detenía para contemplar los alrededores. Comprendí que a estas alturas del asunto aún le fascinaba el mundo. En lo personal, me agradan bastante las personas que aún no pierden la fascinación por lo cotidiano.
Echamos a andar más o menos un par de horas. De pronto me prendió del brazo y me preguntó algo que jamás habíamos tocado a tema:
―Oye ale, ¿qué piensas sobre el amor?
Al principio me quedé en silencio. Pero ella persistió demasiado. Así que le seguí el juego y empecé a responderle.
―Pienso que es parte esencial de la vida ―respondí al tiempo que pateaba por la acera un bote de frutsi.
―Eso ya lo sé ― exclamó―, eso es muy general. Lo que quiero saber es qué piensas tú cuando se presenta en tu vida.
―Intento no hablar demasiado de eso.
― ¿Por qué?
―Porque la mayoría de las veces yo soy quien se atormenta demasiado.
― ¿Y eso a qué se debe?
―El amor me roba las energías.
― ¿Quieres decir que es algo que te consume?
―Sólo me roba energía de más.

Continuamos caminando por más de media hora. De repente, Valeria frenó en un puesto de tacos ambulante y pidió una orden de tres. No tuve más remedio que esperar a que se los jambara.
Menos mal que no llueve ―dije―. Últimamente los días se han puesto difíciles.
―Deja de hacer comentarios evasivos, ale ―respondió Valeria―. Respóndeme lo que has estado evadiendo todo este rato.
A veces pienso que es una especie de energía que se acumula― comencé a responder mientras ella daba pequeñas mordidas a su taco―. No se trata e un placer habitual o un “sentimiento” especial. Seguramente todo se trata de un interés incondicional. Seguramente se trata de una creciente pasión por procurar a otra persona.
―Vaya ―exclamó―, no esperaba que respondieses de esa manera. Aún así, ¿No crees que esto se trata de dar y recibir?
―No lo creo.
― ¿Por qué?
Porque no se trata de equivalencias o sensaciones que se correspondan. Eso a veces disfraza un interés perverso y egoísta.
― ¿Entonces piensas que se trata de conceder todo el tiempo?
―Se trata de ofrecer al otro lo que podría ser muy provechoso en su vida interior y exterior.
― ¿Pero si ocurriera que te rechazan?
―Desafortunadamente eso ya no es tu problema. Puedes elegir a quién ofrecer ciertas cosas. Pero no puedes asegurar que causen el impacto que esperas.
―Ya veo.
Valeria pidió otros tacos. Para ser tan esbelta comía compulsivamente. Entonces de modo inesperado me fijé en ella una vez más. Tenía un rostro tan pleno. Era demasiado graciosa y además de todo suficientemente franca. La miré despacio. Me esforcé para no delatarme. Su cuerpo curvilíneo era impresionante. Su semblante demasiado relajado hacía que le tuviese mucha confianza. La mirada triste de al principio aún no desaparecía. Miré de nuevo el collar con ese caracol. Era estupendo.
―Más vale que te pongas listo― me dijo con una mirada sospechosa.
― ¿Para qué? ―le pregunté.
Entonces me cogió absolutamente desprevenido. Se había levantado a toda prisa. Corrió lo más rápido que pudo dejándome embarcado con la cuenta. Su risa chillona se escuchaba perfectamente a distancia. El mesero se quedó atónito mirándola salir disparada. Algunos comensales también miraron hacía donde ella se dirigía. Entonces aproveché la distracción para salir huyendo. Troté a paso moderado. Cuando volví la vista y noté que nos seguían aumenté la velocidad. En pocos segundos alcancé a Valeria y le propuse que subiésemos a un camión sólo para despistar. Ella hizo señas y subimos a uno que afortunadamente se aproximaba. Bajamos a unas diez cuadras más adelante y continuamos apretando el paso alrededor de una hora. Para entonces la noche había sustituido a la tarde. El cielo parecía purpureo y la luna se alzaba refulgente en un tono amarillento. Estábamos exhaustos. Después hicimos escala en un seven y permanecimos dentro una hora mientras tomábamos café.
― ¿Alguna vez has hecho todo eso que me has dicho? ―preguntó mientras sorbía del vaso de unicel.
― ¿A qué te refieres? ―respondí mordiendo un cuernito relleno de chocolate.
―Cuando has sentido algo así por alguien.
―Parece que mi estado tan desequilibrado no te convence.
Reímos mientras empañábamos con el vaho de nuestras bocas el vidrio que estaba colocado a un lado de la banca donde nos habíamos sentado. Luego fumamos un tabaco a la entrada y continuamos caminando.
El camino se iba tornando cada vez más desolado. Ya casi no mirábamos negocios abiertos. Parecía que todo el mundo dormía temprano. Miré mi reloj. Ya eran cerca de las once. No conseguiríamos regresar al metro a tiempo. Así que seguimos caminando en medio de esa desolada avenida buscando una vinatería.
―Podemos tomar un taxi ―le sugerí.
―Despreocúpate, podemos seguir caminando ―respondió.
Vagamos por más de tres horas hasta que encontramos una vinatería y compramos un litro de anís. Fuimos bebiéndolo a ratos hasta que dieron más o menos las cuatro. Poco más tarde encontramos un gualmart y elegimos sentarnos un rato a un costado del estacionamiento. Estábamos muy agotados. Ya eran las cinco. Valeria rompió el hielo de nuevo.
―Siempre me sorprende lo que haces ―dijo.
― ¿Ahora a qué te refieres?
―No sé. Tal vez lo digo porque jamás pensé estar en la calle a estas horas contigo.
―Bueno, no es para tanto ¿Qué te ha hecho suponer eso?
―Supongo que tu manera tan despreocupada de relacionarte con las personas.
―Así que también piensas que soy despreocupado.
―En parte.
―Supongo que algo tengo de eso.
―Aunque debo decir que siempre me la paso bien contigo. Bueno, para ser honesta, yo creí que eras muy frio y despreocupado.
― ¿Desde que nos conocimos?
―Sí, siempre he tenido eso en mente.
―Te equivocas.
―Lo sé. Pero ya no puedo pensar de otro modo.
―Entiendo.
―Además, siempre pensé que eso era algo increíble en ti.
― ¿A qué viene eso?
―Yo siempre he sido muy dedicada a la escuela. Y tú en cambio has hecho lo que has querido. Eres relativamente libre para tomar tus decisiones.
―No del todo. A veces no tienes alternativa.
―No lo comprendo.
―A veces cometes actos por el simple hecho de que no hay otra opción por el momento.
―Es fácil para ti decirlo. Nadie te dice lo mal que andas o lo que deberías hacer.
―Eso es lamentable.
― ¿Por qué? Yo pienso que es estupendo.
―Todo lo que hagas recae en tus manos. Sólo en tus manos.
― ¿Y eso qué tiene de negativo?
―Podrías hacer mucho daño bajo una situación así.
―Ahora entiendo por qué no te involucras con las mujeres como deberías.
― ¿Sí?
―Eres una buena persona. Temes hacer daño.
―Pero casi siempre lo hago.
― ¿Ah sí?
―Tú dímelo.
―La verdad es que últimamente he sentido que ha pasado largo tiempo desde que estuvimos juntos por última vez.
― ¿Ahora me explico?
―Sé a qué te refieres.
―Eso ha sido muy egoísta de mi parte. Deberíamos pasar más tiempo, juntos.
―No te preocupes, no tiene tanta importancia. La verdad es que me ha gustado pasarla así contigo.
― ¿De verdad?
Valeria no respondió. Seguimos caminando hasta que encontramos un puente. Inmediatamente subimos y nos quedamos de pie justo a la mitad. Podíamos mirar cierta parte de la ciudad. El horizonte ya estaba clareando. Permanecimos un buen rato contemplándolo. Después Valeria dijo algo muy desconsolador.
―La próxima semana me voy a vivir a otro lado. Ya sabes. La universidad queda muy lejos de donde vivo ahora. Mi papá rentó un departamento cerca de la escuela.
―De alguna forma lo intuía.
― ¿Lo sabías?
―No, sólo supuse que por algo así estarías conmigo el día de hoy.
― ¿Entonces por eso decidiste estar conmigo el día de hoy?
―Por una extraña razón, sólo quería estar contigo en alguna parte. Me di cuenta que sólo quería eso.
Valeria permaneció en silencio durante unos minutos. Se cogía el cabello como si estuviese angustiada. No me daba el rostro. De pronto me miró inquieta y dijo:
―Me acuerdo cuando nos conocimos en el salón. Siempre me sentaba a dos bancas de distancia y te admiraba. Ahora que me lo has explicado, creo que yo siempre te he amado. Pero ahora…
― ¿Es el tipo ese que te busca en las horas libres, verdad?
―Lo sabes.
―Siempre te observo cuando vas caminando junto a él.
―Bueno… ―murmuró Valeria mirando hacia el suelo.
―Ya lo sabía.
Entonces Valeria cerró los ojos por un momento, apretó el borde de su playera con ambas manos y dijo:
―Ya está aclarando el día. Regresemos. Supongo que ya no hay otro lugar a donde podamos ir juntos.
Me limité a mirarla muy contrariado. Tenía ganas de tomarla por los brazos y abrazarla. Me lamenté por no haberme dado cuenta desde mucho antes. Sólo esbocé una leve sonrisa. Dimos la vuelta. Ya estábamos de regreso.
A la semana siguiente me enteré que su casa estaba desocupada. No nos despedimos en persona. Sólo le envié un mensaje deseándole un buen futuro.
Después de un tiempo decidí ingresar a la universidad. Durante mi primer día, una chica que no paraba de hablar en clase se acercó y comenzó a entablar conversación. Curiosamente llevaba un caracol en una pulsera.
―Estoy muy nerviosa ―dijo―, el primer día es difícil.
― ¿Ah, sí?
― ¿Tú no estás nervioso?
―No es para tanto.
―Pareces un poco frio.
―No lo soy.
― ¿Enserio?
―Ya lo verás.
La miré un poco. No estaba nada mal. Además era muy bocafloja y entusiasta. Eso me agradaba.
―Me llamo Claudia ―dijo.
―Alejandro ―respondí.
―Bueno, ¿entonces te sentarás junto a mí el resto del día?
―Si eso te hace sentir bien, sí.
―Claro.
―Me gusta el caracol que llevas en la muñeca.
―Me lo obsequió un viejo amor.
―Ya veo, para mí algunos recuerdos son tormentosos.
―No siempre. Sobre todo cuando propicias mejores.
―Supongo que sí.
―Perdón que te lo diga pero… tienes unos ojos muy bonitos.
―Y tú la mirada.
― ¿Cómo es mi mirada?
―Un poco triste.
―Tengo la extraña sensación de que vamos a congeniar muy bien.
―Tal vez.
―El salón está atascado. Supongo que ya no hay otro lugar para nosotros. Si nos movemos de aquí, seguramente no vamos a alcanzar banca en la siguiente clase.
― Tal vez sí encontremos un lugar.
― ¿Para los dos?
―Sí, para los dos.

Juro que no vuelvo a hacerlo (Parte I).


Esa noche durante la cena, después de una buena manoseada en la cocina, mi chica Fabiola consiguió persuadirme para que cometiese una de las acciones más descabelladas de mi vida: Obtener un empleo formal.
Por aquel entonces apenas llevábamos tres meses conociéndonos y sólo dos de habernos liado. Recuerdo que ni siquiera había transcurrido el primer mes cuando ella me propuso precipitadamente que viviésemos juntos durante un tiempo. Su madre había descubierto después de veinte años que era lesbiana. Por eso se divorció de su padre, un esquizoide en potencia, y buscó refugio en una treintañera igual de perturbada. Durante la repartición de bienes, al viejo lo dejaron sólo con el auto, la madre se agenció un par de propiedades y como compensación emocional, ambos padres decidieron concederle a ella la casa.
«Eres mi tipo ideal» decía todo el tiempo. Aunque no me lo tomé demasiado enserio, decidí concederme unas largas vacaciones lejos de mi familia. De cualquier forma, la experiencia de vivir con una chica a los veintidós me parecía muy atractiva.
El caso es que desde hacía unos días atrás las cosas no marchaban del todo bien. Exactamente dos días antes la habían despedido de su empleo en un instituto pichicatero de la universidad. Por tal razón, esa noche discutió conmigo muy exaltada. Como en toda ocasión, yo no mostraba indicios para pretender responsabilizarme de la manutención de ambos.
―No sé qué vamos a hacer Ale ―repetía una y otra vez sentada a la mesa mientras miraba su plato vacío y jugueteaba con el tenedor entre sus dedos.
―Busca otro empleo ― respondí irónico con el bolo entre las mejillas.
―Cabrón, primero mi madre, luego mi padre y ahora tú.
―Yo qué.
―Deberías CONSCIENTIZAR un poco y buscar un empleo.
―Seguro.
―No puedes pasar el resto de tu vida leyendo todo el día.
―No solo hago eso.
―A ver… dime qué más haces.
―Tender la cama, barrer la casa, ayudarte con las tareas de la escuela, lavar los platos que dejas bastante lagrimosos, por cierto, y atenderte en las madrugadas cuando regresas estresada. Siempre ayudo a que tengas esos orgasmos durante los cuales tus piernas se acalambran y te duele la cabeza a la vez que se nubla tu vista de lo intensos que son. Eso hago nomás.
―Bueno, exceptuando lo último… no seas ridículo ¿Acaso para eso estuviste enclaustrado todo este tiempo en la universidad?
―En realidad fue para evitar todo eso que vengo haciendo aquí, pero ya veo que no se puede más.
―Pues no hace mucha falta que te responsabilices de esas cosas ¿sabes?
―Seguro.
―Te lo digo en serio. Eso no es indispensable.
― ¿Entonces por qué no me has echado de aquí aún?
― ¿Acaso piensas que no puedo llevar las cosas por mí misma?
―Vamos, no lo tomes así.
― ¿Supones que no puedo?
―No quise decir eso.
―Parece que no has observado el mundo últimamente
― ¿A qué viene todo eso?
―Es todo un milagro conseguir un empleo decente.
―Lo sé.
―! Alejandro ¡ ―espetó arrojando el tenedor hasta el fregadero desde la mesa―, si mal no recuerdo, desde que te conozco has rechazado más de diez empleos, buenos empleos. Tienes una maldita buena suerte.
―Eran suicidas.
―No puedo creerlo. Tienes una suerte endemoniada y eliges desperdiciarla. No puedo creer que vivas tan despreocupado.
―Ya llegará algo bueno.
― ¿Como qué?
―Ser vendedor de lencería por catálogo, no sé.
―No seas ridículo. Pasamos por una difícil situación.
―Lo sé.
―Maldita sea, tu ingenio sobrepasa el promedio. A donde quiera que vayamos siempre te hacen buenas propuestas. Pero como siempre, te burlas y huyes. No logro comprender qué ocurre.
―No quiero hablar de eso.
―Lo sé. Entiendo tu desilusión por el mundo laboral. Pero a pesar de eso debes afrontarlo. Nuestra situación no es nada favorable.
―Venderé piedra.
―En serio Ale ―exclamó muy consternada―. Necesito que me respaldes en esto sólo por un tiempo nada más.
―Está bien.
La cosa fue sencilla. Envié por correo mi currícula a unas cuantas direcciones electrónicas. Apenas sobrepasaba media carrera pero mi curriculum ya era bastante robusta. Acudí a unas cuantas entrevistas en persona, resolví unos cuantos test que me enviaron de vuelta e hice unas cuantas llamadas. Así pues, en menos de dos semanas requerían que comenzase a laborar en por lo menos cuatro empleos. Al fin se habían manifestado las pequeñas ventajas de un mediocre sociólogo: Un poco de categorías rebuscadas, un poco de articulación refinada del lenguaje oral, una que otra charla pseudo intelectual y listo; el mundo de la farsa te abre un poco la puerta.
De esas cuatro opciones elegí la menos laboriosa a juzgar por mi intuición. Mi nuevo empleo consistiría en formar parte de una agencia de publicidad. Como a Fabiola la elegí como referencia inmediata, fue ella la que recibió la respuesta por correo electrónico esa noche. Yo llegaba de una pulquería cuando se abalanzó sobre mí al cruzar y cerrar la puerta.
―Conseguiste un buen empleo ―dijo con una expresión jubilosa en el rostro mientras me estrujaba demasiado el cuello.
―Ahora mis ojeras van a aumentar por algo que no es el televisor ―dije sonriendo.
―No seas mamón, ni siquiera miras la televisión.
Luego salimos a cenar y poco después acudimos a varios sitios previstos. Esa noche fui a casa de mi primo Edgar. Me vendió unas cuantas camisas decentes a precio razonable. Fabiola estaba tan excitada que con una parte de su finiquito me obsequió unos carísimos zapatos. Cuando pasamos a casa de mis padres, fue tanto el sobresalto de mi madre al recibir la noticia inaudita que me obsequió una nada despreciable cantidad de dinero. Mi padre por su parte me regaló unas cuantas corbatas finísimas. Aquel asunto provocó tanta expectación en todos mis conocidos que por un momento tuve la impresión de estar presente en algo parecido a quizás mi propio funeral.
Al día siguiente desperté my temprano. Desde hacía mucho que no me integraba al mundo a primeras horas. Cuando entré a la cocina observé a Fabiola frente a la estufa. Sólo llevaba una camisa mía desabotonada y calzones. Estaba sujetando el mango del sartén con una mano y un cuchillo en la otra. Me senté a la mesa mientras me relajaba para disminuir mi erección. La miré tan esmerada que por primera vez en mi vida me convencí de que un mal empleo merecía la pena por una buena mujer. Después de todo, a ella le debía mi albedrío ilimitado de aquel tiempo. Desde que la conocí, me empedaba con su dinero, dormía en su cama, vaciaba su refrigerador, me costeaba los libros, me prestaba su casa para borracheras con los amigos… en fin, Sentí que debía ponerme a mano.
Aunque no tenía apetito, me zampé todo enseguida. Luego me afeité, me di una buena ducha, lustré mis zapatos y me vestí cuidadosamente. Al final me engomé un poco el cabello. Cuando Fabiola atravesó el umbral de la puerta y me observó se quedó perpleja.
―Ay no mames Ale― exclamó bastante asombrada meciendo la cabeza hacia los lados ― ahora sí pareces alguien RESPETABLE.
―No seas desconsiderada conmigo tan temprano ―dije.
―En serio, jamás pensé que cambiases tanto.
―Es el jabón neutro querida ―dije―, el jabón neutro hace maravillas.
―Es que pareces tan blanco, tan limpio, tus ojos…
―¿Ya vas de nuevo con los ojos?
―Lo sé, pero no puedo dejar de sorprenderme.
―Sí, sí, ya sé que destacan demasiado.
―En verdad no lo creo.
―Lo sé, lo sé. Se me hace tarde.
Salí, le hice parada al pesero, me subí, bajé en la terminal mentándole su madre al conductor por no querer regresarme el cambio de un billete de doscientos, tomé otro y finalmente me senté junto a una ventana mientras esperaba llegar a la dirección en santa Fe.
Y allí estaba, justo a tiempo. En un lugar que por primera vez era auténticamente desconocido para mí. La dirección encajaba con un imponente edificio muy cerca del centro comercial. La fachada lucía muy flamante. Era una de esas estructuras demasiado adelantadas a su tiempo y a la zona. Así es nuestro país: lleno de absurdos contrastes. La entrada principal estaba elaborada por amplios cristales que medían más de tres metros tanto de largo como de ancho. Saqué de mi bolsillo izquierdo el papel con la dirección para cotejarla una vez más. Volví a guardarlo y sin precaución empujé aquel portón transparente. En el interior distinguí un olor a tela nueva mezclado con madera. Avancé unos cuantos pasos y sin dilación busqué la recepción para que alguien me diese informes. Al fondo del lado izquierdo hallé un amplio escritorio forrado en formaica negra. Había una mujer sentada justo detrás. Era madura. Tenía el rostro apergaminado. Indudablemente los estragos del tiempo la habían alcanzado. No obstante, me fijé en sus tetas. Las tenía deliciosas. Su saco azul marino dejaba al descubierto unos pechos medianos, lisos, aún frescos. Parecían la antítesis del resto del cuerpo. Así ocurre la mayor parte del tiempo. Todas llegan a un punto en el que sus manos, su cuello y su rostro difieren demasiado de los pechos, las piernas, la espalda y el culo. El cuerpo de una mujer ya entrada en edad pareciese una cartografía que va de parajes lozanos y frondosos a zonas desoladas y erosionadas. En fin, la mujer notó que la examinaba y enseguida me preguntó de forma insinuante qué era lo que solicitaba. Probablemente sigue soltera, pensé.
―Hoy es mi primer día ―respondí mientras continuaba absorto en sus pechos rígidos.
―Si gustas puedes esperar un poco ―dijo sin incomodarse―. En un momento vendrán por ustedes para un breve recorrido y una bienvenida personal.
―Gracias.
―Por nada ojitos.
Sonreí y luego busqué un asiento vacío. Había alrededor de seis o siete sujetos que hacía rato esperaban impacientes.
― ¿También eres nuevo? ―me preguntó uno con un rostro muy enfermizo que tenía una expresión atontada.
―Sí ―respondí― ¿Y tú?
―En la agencia sí. En el ramo no.
― ¿Y el resto?
La mayoría dice tener amplia experiencia.
Justo en el centro de los sillones se encontraba una mesa de cristal pequeña. No había revistas ni folletos o alguna otra cosa con la qué entretenerse. Esa estancia era amplia. El piso era de mármol y algunas columnas que estaban distribuidas las habían recubierto de espejos ahumados. Aquella mujer madura me miraba de soslayo a ratos desde su escritorio. Después de todo creo que no me irá tan mal, pensé. Escuché un poco lo que algunos comentaban. Al parecer la mayoría contaba con experiencia laboral. Yo sólo tenía una currícula académica amplia. Pero de experiencia laboral ni qué decir. Seguro que trabajos como vendedor de nieves fuera de la prepa, narcomenudista, repartidor de sushi, vendedor de claves en exámenes extraordinarios, alquilador de amigas exuberantes y borrachas en las fiestas, ladrón de patinetas, ayudante de cocinero y dependiente de una vinatería no contaban. Estaba prácticamente en blanco. A decir verdad, todo me resultaba muy incongruente. Exigían simultáneamente experiencia laboral y formación profesional. Además, aunque oficialmente todos los que permanecíamos ahí esperando habíamos obtenido el empleo, el rostro de la mayoría seguía mostrándose ataviado. Recordé que a la gente sencillamente no suele preocuparle tanto cuándo conseguir empleo, sino durante cuánto tiempo puede conservarlo.
Traía conmigo un pequeño reproductor de música. Saqué los audífonos diminutos y los extendí por debajo de la camisa. Seleccioné unas buenas rolas de Sigur Ros. Me venía bien escuchar a esa hora a esos islandeses. Dejé el volumen a la mitad. No quería perderme en la música como ocurría a menudo. No entendía por qué había obtenido el empleo sin experiencia, sin trayectoria, sin conocimientos amplios del asunto. Sin embargo, estaba ahí con un montón de chicos más experimentados y a la vez más temerosos. Todo pintaba interesante. Estaba cerca de una mujer madura que seguía coqueteándome. En ese instante sentí una sensación satisfactoria al intentar hacer algo PROVECHOSO en mi vida por alguien más. Por si fuese poco, disfrutaba estar escuchando buena música en esa mañana cualquiera. Finalmente, me encontraba ahí sin imaginar la serie de sucesos chuscos, denigrantes y enrevesados que me ocurrieron durante aquel día. Mi primer y único día en un empleo formal.