martes, 25 de octubre de 2011

Un heroe

El tío Fede bebía normalmente todo el día. Cuando no lo hacía, veía la lucha libre o el futbol soccer. Tenía un pequeño televisor en blanco y negro con un audio insoportable. Por el barrio corría el rumor de que era un jugador excepcional. Tanto como para aspirar a un nivel profesional. Jamás lo vi jugar un partido sobrio. Tampoco tener un empleo. Siempre se metía en constantes líos. A pesar de eso, era muy estimado por las personas. No conoció a su madre. Sin embargo, siempre era muy dulce en los momentos oportunos. Era compartido con lo poco que tenía. Solidario. También poseía una determinación y paciencia en las pocas cosas que le interesaban de verdad. Eso se observa en pocas personas. Recuerdo muy bien la primera vez que encontré a al tio con una mujer. Hacía dos años que su hermano Jorge había muerto desangrado mientras cagaba en el baño de un anexo para alcohólicos. A partir de entonces, el cuarto de su hermano fue destinado al tío Fede. Por un tiempo cesaron las visitas de los amigos que también se embriagaban en ese cuarto. Desafortunadamente todo volvió a ser como antes. Yo aún cursaba la prepa . Un viernes por la noche tardé más de la cuenta en regresar a casa. Tenía la costumbre de juntarme con unos amigos a la salida. A veces nos dirigíamos a las gorditas del mercado de Mixcoac, a un costado del metro y el paradero de autobuses. Me gustaba estar a esas horas sobre avenida revolución. A esas horas se tornaba muy ruidosa y repleta de automóviles. Las personas salían y entraban al metro en grandes contingentes, y otras tantas subían y bajaban del colectivo. Nunca me gastaba todo el dinero, siempre guardaba algo para la noche. Por lo regular compraba un par acompañadas con una incipiente agua de horchata. Siempre consumía despacio para que todo durase el trayecto de regreso. Esa noche permanecimos más de lo acostumbrado. Justo antes de abrir la puerta de mi casa me encontré a los amigos del barrio. Hablamos un poco, saqué la llave y nos fuimos al parque. Dejé mi mochila debajo de un columpio y le pedí a Enrique un delicado. Le dí las respectivas tres caladas y después sorbí un trago de cerveza que Esteban tenía escondida entre los arbustos. Entre cháchara y cháchara dieron las doce. Entonces me despedí, bajé la cuadra y abrí la puerta. Mi cuarto estaba al fondo, así que tenía que cruzar un pasillo de cuartos desolados. No veía absolutamente nada. Siempre se apagaban las luces antes de las doce. El pasillo lucía macabro. A mitad del pasillo escuché un tenue gemido. Me detuve y escuché otro. Al parecer provenía del cuarto del tío. Me acerqué con cautela y observé por debajo de la puerta. Una delgada línea amarillenta constataba la luz encendida. Sin hacer demasiado ruido me incorporé y torcí en la esquina del cuarto. Del otro lado había una ventana con desperfecto. Nunca cerraba bien. Entonces me alcé de puntas y me coloqué despacio en el alfeizar. La ventana estaba ligeramente abierta. Incliné un poco mi cabeza de modo que mi oído derecho quedó presionado justo en el marco. De ese modo pude ver sólo con el ojo izquierdo. Después de ver un par de sombras miré cómo una de las manos del tío masajeaba en movimientos circulares las tetas de una chica. Me esforcé un poco y logré ver sus rostros. Era una drogadicta que yo conocía. Vivía en Plateros. Había demasiadas en esa unidad. Tal vez rozaba los veinticinco. Su pinta era aterradora, Para ser mujer, tenía los dientes muy carcomidos, poco cabello bastante estropeado y un rostro como si estuviese envejeciendo a máxima velocidad. El tio era un auténtico guerrero. Siempre estaba rodeado de mujeres que todos despreciaban. Casi siempre terminaba en los brazos de los más estremecedores esperpentos. Obtenía calor a como dé lugar. Seguí empeñándome por ver mejor el panorama. Entonces me di un tope con la ventana al tratar de acomodarme. Retrocedí instantáneamente y me fui a esconder al baño con la luz apagada. Escuché pasos cada vez más cerca. El tío sabía de quién se había tratado. Oí algunos murmullos y entonces cerré los ojos. La puerta del baño se abrió lentamente. Yo estaba en cuclillas cuando el tío Fede entró. —¿Qué chingados haces despierto? —me preguntó. Noté que andaba medio curda (para variar). —Apenas llegué a la casa —le respondí. — ¿Apenas vienes de la escuela? —Sí. —Ya vete a dormir y no sigas de metiche. —¿Qué le hacías a la muchacha? —El papanicolao. —¿Qué es eso? —Mañana le preguntas a tu madre. Por supuesto que le pregunté a mi mamá. Lo hice cuando estábamos a la mesa, en la comida. Sólo recibí un revés tremendo en el cachete. Mi padre comenzó a reprenderme como siempre. Al día siguiente mi primo Edgar fue a buscarme para salir a jugar maquinitas. Cuando salí de la casa miré una bola de weyes justo en la esquina. El tio Fede tenía en el suelo a uno de los adictos con los que a menudo bebía por las noches. Le estaba atizando el codo en su rostro varias veces con una velocidad impresionante. El tipo intentaba librarse, pero el tío lo tenía prensado como uno de esos perros de pelea. Cuando me acerqué el tio me miró y lo soltó enseguida. —¿Porqué le pegaste?— le pregunté. —Se chingó el pomo solito. —No entiendo. —Eso no se hace, ale. Todo menos eso. Aquí no puedes beber solo. —No entiendo. —Córrele, te doy cinco pesos, vete a jugar. Mientras el otro tipo seguía encorvado, yo miraba las pantorrillas del tío. En general era un tipo flaco pero tenía unas pantorrillas demasiado musculosas. En verdad lucían como unas pantorrillas de auténtico futbolista. Tenía el chamorro dividido exactamente por la mitad. Después de unos segundos le dijo al borrachín aporreado que se levantase enseguida y que fuese por el otro “viaje” sin abrirlo en el camino. Volví a mirar sus piernas. Reparé en que tenía muchos piquetes. Pensé que los mosquitos lo habían atacado. Tiempo después supe cómo se aplicaba la Heroína. Permanecí en las maquinitas el resto de la tarde. No me di cuenta cuándo había oscurecido. Al salir de local fui en busca de Julio y Miguel, dos amigos que vivían en la cuadra de enfrente. Julio era cinco años mayor que yo, vestía siempre de negro, era moreno y se hacía con su cabello una larga coleta que llegaba justo a mitad de su espalda. Miguel era pequeño, escuálido, de rostro enjuto, usaba gafas y unas botas de minero muy graciosas. Justo a un costado de la fachada de su casa habían amontonado unas piedras planas que figuraban una especie de banco. Toqué el timbre y me senté en esa banca a esperar. De inmediato salió Miguel y me hizo señas para que esperase. Segundos más tarde salió en compañía de Julio. Ambos me dijeron que fuésemos a la vinatería. Aquella noche acabamos con cartón y medio de caguamas en plena avenida. Los polis rondaban pero se hacían de la vista gorda. Daban por sentado que éramos tranquilos. Normalmente bebíamos a la vista de todos. A veces alguno que otro hacía parada improvisada con nosotros. Inflamos la barriga hasta las dos de la mañana. Aún no probaba bocado desde la tarde. Entonces me despedí de todos encaminándome a casa. El tránsito de los autos no había disminuido tanto. Cuando me alejé de la avenida comencé a escuchar a los grillos ocultos entre algunas zonas verdes que aún subsistían. Tambaleé un poco antes de meter la llave. Cuando la logré meter me fui dando leves traspiés por el pasillo. De nuevo observé que había luz en el cuarto del tío. Pero esta vez la distinguí más blanca. El pendejo se durmió y dejó la tele prendida, pensé. Después de ir al baño sin bajar la palanca decidí entrar a su cuarto. Tenía ganas de un tabaco. Si está dormido le vuelo unos tabacos, me dije. Cuando atravesé la puerta distinguí los contornos de una mujer obesa recostada de lado en la cama. En cuanto me vio, se puso nerviosa y comenzó a tentar con la mano los alrededores de la cama. Buscaba algo para cubrirse. Al final se dio por vencida y se quedó al descubierto. Toda la ropa y las cobijas estaban esparcidas por el suelo. Escuché una risa levemente sofocada. El tio se estaba divirtiendo de lo lindo. Observé a la chica. Su cuerpo estaba repleto de estrías, le colgaba ligeramente la papada y aunque sus pechos eran enormes, la gravedad inclemente había hecho su efecto. —Ven hijo — me dijo el tío, desnudo, recostado casi al borde de su cama. Me puse un poco ruboroso pero no le tomé importancia y me senté en el borde de la cama. —Regálame un tabaco — le dije sin mirarlo. —Vienes medio pedo ¿Verdad? —Sí. —Pásale un tabaco a mi sobrino— le dijo a la mujer mientras buscaba con su mano un frasco de Uruapan que había colocado debajo de su cama. La ruca se estiró un poco para alcanzarme los tabacos. Sus inmensas y fláccidas tetas se balancearon demasiado. Tomé el paquete y saqué un par de baratos pitillos. Miré el televisor. Pasaban un capítulo de la retransmisión de los viejos “Intocables”. Quise salir al baño pero enseguida el tío me lo impidió. —Espérate, cabrón —dijo. Me estaba jugando una broma pesada. —Ahora qué —respondí. —Vas a tener que darme las tres —dijo con una sonrisa maliciosa. Seguí el juego y me senté de nuevo. Encendí el tabaco y le di un par de caladas. Luego se lo pasé y aguardé a que le diese las tres fumadas. La mujer se mostraba despreocupada. Dejaba que el televisor le iluminase su grande y peluda chocha. El tío estaba dando cada fumada en lapsos de medio minuto. Después le alcanzó el cigarro a la mujer. Ella demoró lo mismo. Al final se consumió el tabaco y me dió otro nuevo. —Pórtate bien —me dijo sonriendo de nuevo. Sonreí y salí pies por delante. Intenté no reírme escandalosamente. El tío era bromista y desvergonzado. Fue la última vez que lo vi con una mujer. A la mañana siguiente me enteré que esa chica había hablado con mis padres. Tenía pensado llevarse al tío con ella. Nadie se opuso. Comenzaron a vivir juntos por casi un año. Durante ese tiempo nos veíamos a menudo, es decir, yo lo veía, aunque fuese en las viejas camionetas deshuesadas donde yo a veces también dormía, o sencillamente deambulando durante la madrugada cuando nos cruzábamos con nuestros respectivos frascos. Un miércoles por la tarde, unos amigos y yo comenzamos a pistear después de patinar. —No mames, para mí Batman es el héroe favorito —dijo Adrian. —Claro, es guapo, con dinero y listo. La pura fantasía —respondí. —Para mí es el pinche Bill Gueits— dijo Fernando—. Eso de las computadoras y de que ya podamos copiar discos está mamón. Ese wey va a revolucionar el mundo. —Seguro. De aquí al dos mil cinco a lo mejor ya tienes una de esas chingaderas —respondí—. Con lo que valen esas madres seguro que todo el mundo deja de tragar para armar una. Mira nomás lo que resulta ser tu héroe, un pinche estafador. —Bueno, bueno —añadió Joaquín—, para mí es Stiv Bei. No hay nadie que toque la guitarra de una forma tan cabrona como él. —Guitarras grandes, pito chico —respondí. Ustedes admiran a puros pinches farsantes. Adoran a pura pose. —Y tú de seguro tienes otro tipo de héroes ¿No es así? — me preguntó Adrián. —Sí —respondí. Todos guardamos silencio unos minutos. De pronto vi a Carlos que se dirigió a mi cuadra. Media hora más tarde iba rumbo a la tienda cuando me reconoció y se acercó. —Ale, ya le avisé a tus papás — me dijo en voz baja. —¿El qué? —El tio fede murió hoy por la mañana. —¿De qué? —Le dio un ataque epiléptico. Seguro fue por tanto pinche alcohol. Mis ojos se humedecieron enseguida. Una sensación extraña se concentró en la boca de mi estómago. —Gracias Carlitos — dije mientras le pegaba otro sorbo a la cheve. Cuando se fue Carlos, todos guardaron silencio. Entonces me pegué una chela al pecho y dije: —Salud. —¿Porqué? —preguntó Adrian. —Porque los héroes también mueren. —No entiendo —dijo Fernando. —Yo tampoco —dijo Joaquín. —Yo menos —agregó Adrián. —No lo entenderían —respondí. Pocas personas lo entienden.