jueves, 15 de diciembre de 2011

¿Qué me recomiendas?


Tenía dieciséis años la primera vez que compré piedra con mi amico Gustavo. Esa noche estábamos sentados sobre el techo de la lechería de la cascada, chupando. En cierto momento se acercó y me dijo a bocajarro:
¬ —Párate, güey. Amos por el viaje. Necesito cortarme la peda. Ya me siento mal.
—Llevamos día y medio. No es para tanto. Bueno, si es así, duérmete entonces.
—No mames. Necesito fifí. Me hace falta una buena boteada.
—¿Y dónde piensas armarla?
—Vamos a barrio. Armamos unos cinco papeles y nos regresamos en corto.
Me lo pensé un momento. Barrionorte colinda con Capula y Jalalpa; zonas de mala fama.
Entonces escondí al tonayan debajo de la cisterna, bajé y metí los vasos desechables entre los arbustos, guardé unos tabacos dentro de un hoyo, cerca de la reja, me sacudí las nalgas polvosas, amarré las agujetas de mis tenis y metí las manos en la chamarra. Miré el rostro de Gustavo. Tenía las cejas arqueadas. Nos pusimos en marcha. Caminamos unas tres cuadras. Cuando llegamos a la calle Rosa blanca subimos. Al cruzar la avenida alta tensión, avanzamos hasta llegar a los bigos tacos. Unas calles más adelante descendimos por la nueve hasta buscar la avenida Padre Hidalgo. Debíamos topar con el famosísimo árbol.
Casi al final del trayecto me di cuenta que el camino había sido más tranquilo de lo normal: Un taxista madreó a un despachador en una gasolinera. Al parecer, le había dado litros de 750 mililitros. Una pandilla de perros se puteó entre sí, dejándose el lomo y las orejas bien peladas. Los travestis que se ponen todas las noches cerca del bazar las rosas silbaron y gritaron en cuanto nos vieron. El alboroto duró hasta que los perdimos de vista. Como dije, todo fue más tranquilo de lo normal. No hubo asaltos a mano armada, chiquillas lloriqueando a esas horas sobre la avenida porque sus jefes las habían corrido al quedar embarazas sin siquiera terminar la secundaria; ningún vejete muerto sobre la avenida por no ser precavido a la hora de cruzar; Chevis estampados en las puertas del seven; policías asustados, sin pistola y pantalones pidiendo apoyo desde un teléfono público… cosas de siempre.
Al llegar al árbol nos apostamos ahí y esperamos unos minutos. Las casas asimétricas, con fachadas viejas, pintarrajeadas y sin aplanado, le daban un aspecto siniestro a la zona. Las esquinas estaban pobladas de bolitas. Chupaban en silencio, mirando retadoramente a cualquiera que pasaba por ahí. Algo después un par de tráilers pasaron frente a nosotros. Uno de ellos se estacionó en la cuadra contigua. Apenas estacionado, el chofer y el copiloto se bajaron apresqrados y abrieron las puertas de la caja. Varios niños salieron de todos lados. Muchos de ellos andaban en bermudas a esas horas. Tenían los tobillos polvorosos y sus rostros estaban pringosos por una mezcla de tierra y caramelo. Todos se reunieron en torno al chofer. El viejo les explicó algo breve y enseguida los niños empezaron a descargar del interior de la caja televisiones, dvds, minicomponentes y otros aparatos electrónicos. Corrieron a toda prisa, perdiéndose de vista entre las calles.
—Lo hacen por el pedo legal— dijo Gustavo antes de llevarse a la boca un delicado.
—¿Lo de los niños? —pregunté.
—Es más fácil librar a un niño de cualquier problema legal. La cosa es distinta comparada con un adulto. Los niños van al tutelar unos meses. Los rucos se van enseguida al tanque. Es una buena precaución.
—¿Oye, y porqué esperamos aquí?
—Es la cuarta vez que vengo por aquí. Tenemos que esperar a un cuate que siempre viene, nunca falla. No podemos conectar solos. Saldríamos robados y bien madreados luego luego.
Esperamos alrededor de quince minutos. Algo después escuchamos a lo lejos unos pasos frenéticos. Una silueta amorfa iba cobrando nitidez a medida que se acercaba a nosotros. Era Renato, el cuate de Gustavo. Renato se detuvo a un par de metros y le hizo señas a Gus para que lo siguiéramos. Ya caminando entre esas calles angostas y terrosas, nos pidió disculpas. Dijo que se había retrasado porque unos puercos lo habían perseguido por más de una hora. Llevaba consigo varias pastillas envueltas en una bolsa del güaltmart y un paquete de medio kilo de mota dentro de un pequeño morral de hippie.
Nos detuvimos en lo que parecía una pequeña tiendita. Renato le dijo a Gustavo que lo acompañara. Yo esperé en la esquina. Sobre la fachada de la tiendita había alrededor de una docena de vatos recargados, todos alineados. Unos estaban de pie y otros hincados. Desde donde yo estaba se oia la fricción constante de los encendedores.
Pasaron quince minutos y Gustavo y Renato no `aban señas. Empecé a preocuparme. Así que decidí acercarme. Cuando me detuve cerca de la ventana, uno de los tipos reclinados en la fachada quiso alcanzarme una lata de aluminio sin decirme nada. Le hice señas de agradecimiento y me aproximé un poco más. El marco de metal estaba mu estropeado por el oxido y el descuido. Le hacía falta un vidrio. Pude ver el interior perfectamente. Dentro de ese cuarto también había vario tipos con porros y latas en las manos. Una nube de humo denso se acumulaba en su interior, impidiendo observar con claridad más al fondo. De repente un sujeto con un rostro estropeado, de gestos angustiosos, pasó a mi lado dándome un fuerte empujón. No le dije nada. Parecía como si estuviese al borde del colapso. En cuanto vio que nadie se acercaba a la ventana se metió a aquella casa por la puerta de al lado que estaba abierta. Al cabo de unos instantes dos tipos enormes y recios lo sacaron a punta de putazos. Aquel tipo rompía en llanto de una forma muy extraña. Su lloriqueo se mezclaba con pequeño tintes de risa y ansiedad. Miró cada uno de los que estaban recargados en la fachada y les pidió unas cuantas fumadas. Algunos se negaron y otros le compartieron un poco. Aún así, sus ansias tremendas no se habían apaciguado. Entonces se acercó a uno de los grandulones que se había quedado junto a la ventana y le dijo:
—Va güey, no hay pedo. La neta no tengo billete. Pero les propongo algo: dejo que me de unos putazos por dos papeles. Dejo que me acomoden una verguiza a cambio de dos papeles.
El monigote ese se quedó inmóvil tras escuchar la proposición. Algo después entró en aquella casucha y sacó dos papelillos envueltos en estraza que le alcanzó al tipo nervioso.
—Cuando te acabe los papeles te acercas —le dijo la mole—. Si te pelas te irá peor.
En ese momento Gustavo y Renato salieron de aquella casa.
—¿Nos colgamos? — me preguntó Gustavo —. Es que este güey andaba cambiando unos ajos por no sé qué mamada.
—Hi-dro-po-ni-ca —pronunció Renato—, hidropónica, pinche gus.
—Bueno, vamos a darle unos jales a esta madre —dijo Gustavo al tiempo que sacaba de su chamarra un pequeño bulto en celofán.
—Cámara —respondió Renato.
Renato sacó de su bolsillo un refresco de lata, lo abrió y desprendió el arillo. Le dio un sorbo corto y me lo alcanzó.
—Toma, chíngatelo en corto —dijo impaciente.
Me lo bebí de dos tragos. Luego he regresé la lata vacía. Entonces Renato sacó un pequeño alfiler del bolsillo de su camiseta y empezó a hacer varios orificios en el centro de la lata, simulando una pequeña coladera. Después la aplastó un poco y en la parte superior hizo dos hoyos más amplios a los costados. Tras revisar la lata encendió un tabaco, dándole tremendos jalones y al final depositó la ceniza justo en al centro de la lata, sobre los pequeños orificios. Inmediatamente sacó uno de esos papelitos de celofán. En su interior había unos pequeños puntos blancos. Parecía residuo de talco, cal o harina.
—¿Cuánto vale esa madre? —le pregunté.
—Treintaicinco varos —respondió.
No podía creerlo. Gastaba demasiado dinero por una suave brizna de polvo depositada en una pequeña envoltura de celofán. Así es el ser humano: desfallece todo el tiempo sólo por la obtención de una morona; como el amor.
Tras mirar alrededor, depositó esas pequeñas moronas blancas sobre la ceniza de la lata. Sacó el encendedor y acercó la flama a la mezcla. La lata comenzó a despedir un aroma a tabaco, aluminio y al parecer aceite. Renato tapó los orificios con el índice y el pulgar. Aspiró. Después de despedir una delgada bocanada de humo le pasó la lata a Gustavo, que hizo lo mismo. Se turnaron unas cinco veces. Después sacaron otro papel y repitieron la acción. Fumaban uno tras otro sin detenerse. Conté los papeles de su morral. Restaban dieciocho.
Justo en el décimo papel el vato frenético se acercó a nosotros pidiendo una fumada. Sus ojos saltones reflejaban autentica desesperación. Además miraba el suelo compulsivamente. Trataba de encontrar algo.
—Pobre güey —dijo Renato—. Tiene el mal del pollo.
Gustavo le aproximó la lata sin contemplaciones. Antes de que el chico le diese el primer jalón escuchamos un grito.
—Ni le vayas a fumar, culero ‐gritó el grandulón desde la puerta—. Es hora de que pagues.
—El chico nos miró resignado, puso la lata en las manos de Gustavo y se dirigió hacia el mastodonte. Nos pusimos a la expectativa.
El otro monigote que también se había encargado de sacarlo tiempo antes, salió y se unió al asunto. El primero cogió por las greñas a aquel morro nervioso y le sorrajó unos bofetones tremendos. Su rostro se sacudió frenéticamente de un lado a otro. Los labios se le hincharon al instante. Un hilo de saliva mezclado con sangre descendió de una de las comisuras de su boca. El otro monigote pidió su turno. Entonces aquel gordo grotesco cogió de las greñas al vato lánguido y le atizó unos veloces puñetazos en el rostro. Sus pómulos y mejillas se inflamaron enseguida. En ningún momento manifestó dolor. Permaneció en silencio en plena putiza. De pronto lo dejaron postrado en el suelo más o menos un minuto. Pero luego comenzaron a patearlo juntos. Los patadones sonaban demasiado seco. Parecía como si estuviesen pateando un costal de arena muy pesado. A pesar de eso, el chico no manifestó alguna expresión de dolor. Sólo balbuceaba la súplica por otro papel. Minutos después, las ballenas cesaron de patearlo y lo dejaron desparramado en el suelo. Entonces el morro hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaron y se llevó las manos a los pantalones. De modo trabajoso logró bajárselos justo a las rodillas. Regurgitó un cuajo de sangre que le impedía hablar con claridad y gritó:
—Otro papel, no sean ojetes, otro papel. Ahora dejo que me cojan por un papel. Unas metidas por un papel, venga.
Algunos de los que estaban sobre la fachada se rieron. Otros hicieron caso omiso al asunto. Gustavo y Renato continuaron con el onceavo papel. Me quedé en silencio unos cuantos segundos y luego saqué un papel del morral de Renato y me acerqué al morro, dejándoselo a un costado. Cuando regresé junto a Renato, la luz de una torreta iluminaba la fachada. Dos policías bajaron de la patrulla que se había estacionado enfrente. Los puercos tenían un aire tranquilo y arrogante. Miré un costado del vehículo y me percaté que la unidad correspondía a otra delegación. Nadie se alarmó. Todo el mundo permaneció en su sitio.
—No te saques de onda — me dijo Renato—. Los puercos también vienen para armar material.
Los puercos salieron al cabo de quince minutos. Le pedí la lata a Gustavo.
Cuando le di el primer jalón un sabor metálico envolvió mi lengua y paladar. Teres jalones más tarde le pasé el bote a Renato.
—No sentí ni madres —dije.
—Es porque debes meterme unos cuantos para comenzar con el paniqueo —dijo Gustavo.
Miré la lata una vez más. Me pareció absurdo. Recordé el pomo oculto bajo la cisterna de la lechería. Aguardé a que terminasen con lo suyo.
Algo después una chica con aspecto de rockera urbana salió de la nada y se acercó a la ventana. La mayoría comenzó a gritar Lorena.
—Esa siempre renta su culo por una piedra, ahora verás —dijo Renato.
Minutos después la chica subió a un Pacer viejo estacionado en la esquina. Dos tipos que estaban dentro de la casa la alcanzaron. El auto demostró por más de media hora que aún tenía buena suspensión.
Al acabarse todos los papeles, Gustavo y Renato entraron a la casa de nuevo por unos cuantos más. Cuando salieron nos marchamos rumbo a la lechería otra vez.
Justo al torcer la cuadra, una patrulla que sí correspondía a la zona encendió la torreta y por la radio exigió que nos detuviéramos. Ninguno lo pensó demasiado. Cada uno corrió en direcciones distintas. Atravesé varias calles en sentido contrario. Ie detuve en una iglesia del Olirar del Conde para recobrar un poco el aliento y continué a toda prisa hasta llegar a Alfonso XIII. Cerca de la iglesia del monte Carmelo me acerqué a una coladera y arrojé los papeles que me había repartido Renato. Al final de la cuadra me topé a uno cuantos amigos. Le dí un buen buche a la botella que me ofrecieron y tras despedirme, retomé el camino hacia la lechería.
De lejos noté que otros amigos ya estaban sobre el techo de la lechería. Gustavo ya había llegado.
—Se puso denso el asunto —me dijo Gustavo al tiempo que me ofrecía un delicado.
—Es mucho desmadre por esa mierda.
—Pues qué quieres güey, es el vicio.
Palpé debajo de la cisterna hasta encontrar el pomo. Efraín subió con los vasos y los tabacos. Serví unos seis vasos. Justo antas de dar el primer sorbo mi amico Edgar se acercó y me preguntó:
—¿Oye güey, qué me recomiendas?
—¿Para qué?
—Para alivianarme de esta peda. Me siento bien malito.
Miré a Gustavo. Tenía el rostro reseco, con el semblante más estropeado que había visto mi vida, con los ojos inyectados de sangre, inquieto, tembloroso. Recordé lo de hacía un rato. Me lo pensé un momento y luego respondí:
—Ve a dormir.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Como un día cualquiera.



Como un día cualquiera.
Ediciones El Under. 2012.