domingo, 17 de abril de 2011

La auténtica jaula de las locas (Parte III y última)


Sentí a mis espaldas un vapor molesto. Provenía de los resoplidos de un marica emborrachado dispuesto a ponerme justo contra la pared. Aunque estaba en aprietos, en verdad no me puse nervioso.
―Si quieres puedo echarte una mano ―pronunció una voz muy dispuesta.
―Tengo el pito chico ―fue lo más ingenioso que logró salir de mi boca en ese instante.
―Pero yo no ―replicó esa voz decidida.
Mire hacia ambos lados con las manos en la masa. Todos los que estaban en el baño seguían en sus asuntos. Al parecer, nadie estaba dispuesto a relevarme o siquiera ayudarme a salir del aprieto. Una rola de George Michael retumbaba por todas las paredes de ese húmedo lugar. Sólo miré el muro que estaba frente a mí. Contuve la respiración un poco y sacudí los residuos de orín meneando un poco mi verga al tiempo que pensaba cómo me libraría de ese peculiar acoso. Los azulejos del baño estaban lagrimosos, sarrosos y resquebrajados. Supuse que tal vez aquel sujeto tenía el hocico del mismo modo.
Entonces enfundé con paciencia mi pito en los calzones de vaquita que me había obsequiado mi madre hacía tiempo. Cuando me volví de frente al cretino, miré desconcertado cómo me rebasaba en tamaño y volumen. Yo siempre he sido un chico muy enclenque así que por lo regular cualquiera me sobrepasaba en esos aspectos. Mi desventaja era inminente. Ni siquiera podía sorrajarle un frentazo directo en la nariz. Mi cabeza apenas alcanzaba su cuello. Sencillamente uno de sus tremendos brazos superaba en tamaño a uno de los muslos de mis piernas. Intenté abrirme paso pidiéndole permiso pero permaneció inmóvil. Miré al suelo y entre una charca amarillenta flotaba un desolado envase de cerveza. Quizás no tendría el tiempo suficiente para agacharme y atizársela en el rostro pero sin duda no tenía más elección.
Retrocedí un poco e inusitadamente me puse agresivo.

― ¿Por qué no te mueves culero? ― le dije encogiéndome de hombros.

―A ver, enséñame eso que acabas de guardar y pues ya vemos ―dijo.
De nuevo eché un vistazo a los costados. Cerca de la puerta ―en el lado izquierdo―se encontraba un barrigón que le estaba metiendo la mano muy recio a un tipo. El otro era flaco y llevaba el cabello un poco rizado.
Junto al lavabo, cerca de la puerta, había otro chico casi idéntico a Jamiro Quai que empapaba su calzado deportivo setentero en otra charca amarillenta mientras posaba una mano en el lavabo. Por supuesto, la mano que tenía libre estaba metiéndola por el ziper de al parecer su pareja. El otro era un tipo rubio, con botas doctor marteens, enfundado en una playera tejida que dejaba traslucir sus pezones y un pantalón de cuero color ladrillo. Seguramente le estaba alisando a lo lindo los pelos de su escroto.
En los retretes aledaños se escuchaba los sonoros pedos escapados y el chapuzón espontaneo de la mierda sobre la trampa de agua del escusado.
No podía permitir que me dilataran el esfínter así que decidí correr el riesgo y tomar el envase empapado en orines. Justo cuando me agaché por el arma en potencia, sentí la presencia de otra persona. Entonces alcé la vista y mire con alivio que era Román encarando a esa bestia hiperdesarrollada. Román se colocó precisamente a un pelo de su rostro y dijo:
―Aquí no vas a encontrar lo que perdiste.
Aquel norteño estaba muy firme a pesar de ser más bajo y menos fornido que la bestia. Por primera vez en la noche su rostro profería un aire realmente amenazador. Por primera vez afloré un miedo mezclado con muchísimo respeto por un invertido de verdad como Román.
―Es mi mayate ―espetó Román mientras se rascaba la timba por debajo de la playera.
Solté el casco y me coloqué al lado de Román.
Entonces el adefesio ese nos miró a los dos brevemente y dijo:
―Pues ni pedo, vienes con el bigotón, ya será para otra ocasión.
Aquel mastodonte volvió tras sus pasos y se alejó un poco decepcionado.
―Te dije que no vinieses solo ―me reprochó Román.
―Lo sé ―respondí―, te juro que hasta se me inhibió la peda.
―Ya te hacías durmiendo pecho a tierra al día siguiente ¿Verdad?
―No lo sé. Aún faltaba estrellarle la botella en la jeta.
―Eso solo lo hubiese alterado enseguida.
―Lo bueno de esto es que ya no lo sabremos.
De vuelta a los sillones le pregunté a Román qué significaba ser un mayate.
―Así se les conoce a los niños gay en otros lados del país−dijo− Son tus mariconcitos de compañía.
―Ni creas ―dije esbozando una mueca con los labios
―Cuando menos me debes unos tientos de tu culito por salvártelo.
Lo miré fingidamente malhumorado.
―Es broma―respondió―, vamos a por otras chelas.
Retornamos a los sillones de nuevo. De alguna forma, lo que ocurrió después fue para mí sorprendente y gracioso. Después de un rato mis tres amigos volvieron a la pista. Yo fui por otra cerveza y al caminar en plena pista, escuché cómo un sujeto con pantalones ajustados, playera sin mangas y corte militar le reclamaba a un chico medio robusto con gafas (al parecer su pareja) su reciente infidelidad. Le cuestionaba a todo pulmón por qué le olía el pene a mierda en ese momento. Fui por los demás y nos colocamos cerca para escuchar los reclamos.
―No te hagas Herson ―vociferaba el tipo― ¿Por qué tardaste demasiado en el baño? Reconozco ese olor. Te lo diste, ¡Te lo acabas de dar! Te huele a mierda, no mientas, ¡TE HUELE A MIERDA!
Después de presenciar ese penoso incidente Román pagó la cuenta de lo que restaba y decidimos partir rumbo a casa. Al salir del lugar vimos que en la esquina se armaba bullicio. Había demasiada gente aglomerada como para percibir de lejos lo que sucedía así que nos acercamos. Cuando nos abrimos paso entre la multitud vimos un tiro impresionante entre dos vestidas. Se habían descuartizado gran parte de la ropa. Se arrancaban las prendas de cuajo. Retazos de peluca y de su atuendo quedaban esparcidos por el suelo. Uno de ellos que tenía los pómulos prominentes y los párpados cubiertos de una sombra púrpura de maquillaje se había despojado de los tacones. De ese modo, estuvo soltando potentes patadas con los pies desnudos. El oponente era un moreno que tenía una tremenda bemba por boca. A ese le colgaba medio sostén con relleno salpicado por la sangre y su rostro ya mostraba los estragos de unos cuantos putazos.
Ambos eran bastante aguerridos. Conseguían aturdirse parejo con cada golpe que lograban conectarse. Eran muy veloces y sus cates resonaban en sus cuerpos muy macizos. Aquel de sombras púrpuras le conecto tres rectos consecutivos al bembudo. Pero luego el de los labios grandes remontó propinándole cinco puñetazos consecutivos en el rostro hasta mandarlo medio desdentado y semiconsciente contra el cofre de un cavalier negro que estaba aparcado en esa esquina. Unos segundos después, el de los pómulos intentó ponerse en pie de nuevo pero en ese instante llegó la patrulla. Todo el mundo huyó despavorido entre las calles. Yo me quedé un poco para ver los residuos del desastre. Todo lo que estaba en el suelo quedó reducido a un amasijo de sangre, pelos, dientes y tela. Después del espectáculo permanecimos sentados en la banqueta unos segundos y luego Román ofreció llevarnos a casa en su auto. Nunca olvidaré ese Jetta plateado descapotable.
―Bonito auto ―le dije a Román.
―Mi trabajo me ha costado ―respondió.
―Dirás tus pobres nalguitas ―musitó Julio.
Todos reímos al tiempo que a Mauricio se le había derramado la cerveza en el regazo dentro del auto.
Antes de llegar a casa fuimos a esos famosos tacos del borrego viudo ubicados por viaducto y revolución. Mientras me atascaba la primera orden de tacos, Mauricio y Julio intentaban ligar con otros invertidos que estaban sentados sobre un bocho en el extenso estacionamiento del lugar. La vida de noche resultó más interesante de lo que yo imaginaba. Había más homosexuales de lo que yo podía haberme hecho a la idea.
Mi condición ya era estupenda para entonces por lo que desperté un hambre atroz. Devoré alrededor de veinticinco de esos tacos pequeños.
―Ay cabrón ―exclamó Román―, te digo que te convendría andar en esta onda Ale.
― ¿Por qué lo dices? ―pregunté
―Te cabe demasiado.
―Ja, deja las bromas y mejor discúteme otra chela.
―Ahorita la traigo.
Al llegar a casa ya daban las cinco treinta. Le dije a Román que estacionara el auto a una cuadra de mi casa y camináramos un par más para ir a la vinatería que estaba frente al parque de molinos. Ahí compramos los últimos tres sixs de cerveza. Después de armar el último viaje nos fuimos directo a los columpios del parque para beber una hora más.
―Así es esto con los gays mi estimado Alex−dijo Román balanceándose en un columpio.
―Jamás pensé que fuese tan complicado.
―Todo es complicado.
―O lo complicas más de lo debido.
― ¿Sabes? deberías estudiar algo relacionado con la gente.
―Seguro, tal vez lo haga.
Cuando terminamos la última lata ya daban las seis y media. El sol naciente molestaba mis ojos irritados por la trasnochada. Le di un abrazo y un fuerte apretón de mano a Román. Julio ya tenía rato durmiendo en el asiento trasero del coche. Cuando Román arrancó, me despedí inmediatamente de Mauricio para dormir y planear lo que haríamos por la noche. Ya era sábado por supuesto. Entré a casa y me desplomé vestido en la cama para hundirme en un confortable sueño. Jamás volví a saber algo de Román y Julio.
Desperté a las tres de la tarde porque tocaron el timbre. Después de abrir la puerta encamorrado enfoqué el rosto obeso e inquieto de Carmelo. Me dijo que saliera de una vez. Estaba reclutando a todos para la cáscara sabatina. La resaca de ese día fue menos intensa. Encontré mis tenis detrás de la lavadora, tomé un jugo de guayaba destapado que estaba en la mesa y salí directo a la tienda por un refresco de manzana y una botella de agua mineral.
Al torcer la esquina vi a muchos de los chicos que estaban sentados en la acera o en cuclillas a un costado de la tienda. Algunos andaban haciendo dominadas y otros prendían el toque de mota vespertino. El Kiko, Toño y el Shagui también se reunieron los demás.
Al salir de la tienda mezclé el refresco con el Tehuacán y me senté a beberlo de un jalón en la acera bajo un árbol que daba buena sombra.
Se conformaron equipos de cuatro para cada reta. Entre los equipos se encontraba el de aquel ruco y sus hijos sobre el cual Mauricio me había puesto al tanto la noche anterior. El sol daba tan lastimero que las piernas de la mayoría se ennegrecieron minutos después.
Salían y entraban los equipos con facilidad. Después de una ronda me incorporé al juego con mi reta. Miguel, Paco y Arturo habían elegido jugar conmigo. Minutos más tarde, comenzamos una buena racha eliminando a tres equipos consecutivamente sin dificultad. Después siguió el equipo del viejo y sus hijos
En ese preciso instante Martín iba atravesando la avenida para dirigirse a la tienda por unos tabacos. El viejo lo miró desdeñoso. El Shagui, toño y el Kiko empezaron a escandalizar con una mar de rechiflas. Martín mantuvo un caminar firme. Cuando me reconoció sobre el resto, ambos nos saludamos un poco alzando la barbilla solamente. Los silbidos eran muy agudos. Me sentí aturdido. Entonces solté el balón y me acerque plantándome justo frente a los tres.
―¿No quieren más mermelada?― le dije a los tres a bocajarro, en un son altanero.
Se miraron entre ellos apenados y luego se limitaron a mirarme y a enmudecer enseguida por el resto de la tarde.
Continuamos la reta.
El viejo jugaba muy sucio. Me descarapeló una espinilla con sus encares agresivos. Andaba desplazando a todos con bruscos empujones o choques que efectuaba cuando estábamos desprevenidos. Era un cerdo en la cancha. Sus hijos se limitaban a ejecutar sus obstinadas órdenes pasándole el balón apenas les caía. Jugaban deprimidos, desganados. Evidentemente obligados.
Yo contaba con un buen equipo. Lo único que me representaba dificultades era evitar a ese bulto de noventa kilos cargado de testosterona. Durante una jugada inesperada hubo un encontronazo accidental. Miguel y el hijo más pequeño del viejo (de unos once años) cayeron aparatosamente al suelo alzando una leve película de polvo por el impacto de ambos. El taponazo de Miguel lo desequilibró mandándolo de nalgas y arrojando de bruces al niño. Cuando el chico se incorporó de nuevo observé cómo un par de lágrimas resbalaban por su rostro hasta caer en sus manos con muchos vidrios y pequeñas piedras incrustadas.
― ¿Estás bien? ―le pregunté.
―No ―respondió.
―Ve a sentarte entonces.
―Mi papá me va a regañar.
Su padre le gritó a distancia:
―No seas marica. Ponte a jugar de nuevo.
El niño fue trastabillando por el balón, cobró la falta y después permaneció quieto a un costado de la avenida extrayendo de sus manos los malditos fragmentos de porquería que se le habían incrustado.
Luego, durante un robo de balón agresivo, el viejo lo lanzó hacia donde estaba el chico.
―Páralo ―le atronó el viejo demasiado colérico.
El niño quiso correr para alcanzar el balón. Sólo rengueó un poco y al no alcanzarlo se limitó a sentarse sobre el ardiente pavimento.
―Me duele mi rodilla ―expresó el niño mientras frotaba con sus pequeñas manos la rótula de su pequeña rodilla izquierda.
El viejo se aproximó muy enérgico hacia el niño y comenzó a gritarle.
―No seas marica ―dijo―, levántate, no seas perdedor.
―No me gusta el futbol papá ―respondió el niño muy dolorido.
Pensé lo devastador que resulta cuando un perdedor adulto desea a toda costa ver cumplidos sus sueños en un chico que seguramente tiene ensoñaciones distintas. Normalmente eso ocurre entre padre e hijo todo el tiempo. Un viejo perdedor le impone sus deseos mediocres a un potencial triunfador. El resultado es nefasto: otro perdedor en la generación siguiente.
―Si quieres vámonos a jugar otra cosa− le dije al chico mientras me interponía entre ambos.
―Yo he visto que tienes una patineta y haces cosas bien padres− dijo el niño con el rostro iluminado por el sol y por un espontaneo cambio de humor,.
―Sí, tengo una medio madreada ―dije―. Vamos por ella y te enseño cómo subir.
―Sí ― gritó el niño muy alegre.
―Te doy tres para que te levantes ―le sentenció el viejo.
―Me da miedo jugar contigo papá ―respondió el niño.
―No seas mariquita ―dijo el señor.
―Pero me da miedo ―respondió de nuevo el niño.
―Puta madre ―masculló el viejo―. Resulta que ahora tengo un hijo puto para el futbol.
Finalmente ya no soporté más, me acerqué al viejo y discretamente se lo solté:
―Puto sería no aceptar lo que en verdad sientes ¿No lo cree?
El viejo empalideció tan pronto como se lo dije. Miró a todos lados para cerciorarse quién más había escuchado. Me dio la impresión de ser más pequeño. Estaba desamparado. Seguro se sintió a mi merced. La reputación social es una trampa. Las personas le prestan demasiada importancia. El prestigio es una trampa pestilente de la que muchos no salen a tiempo. Todo el mundo se sacrifica a sí mismo por unas cuantas migajas de aceptación ilusoria dentro de toda esta porquería. Jamás comprenderán que somos iguales por ser distintos. El miedo a la diferencia te arruina.
Al final le di la espalda. Luego le alcancé la mano al niño, se incorporó y nos fuimos caminando muy despacio.
― ¿Y es difícil andar en patineta? ―me preguntó escupiéndose las manos y restregándolas después en su playera mientras nos acercábamos a mi casa.
―Pues siempre te da miedo pero si practicas te entretiene demasiado ―respondí
― ¿Crees que a mi papá le daría miedo andar en tu patineta? ―preguntó el niño mirándome un poco extrañado.
―A tu papá le da miedo otro tipo de cosas. Así como le ocurre a muchas otras personas.

La auténtica jaula de las locas (Parte II)


Sin pensarlo demasiado cogí la silla y saludé a esos dos bigotones al sentarme.
―Te presento a Román y a Julio ―dijo Mauricio.
―Hola ―dijeron ambos muy alegres.
―Son de Monterrey ―Añadió Mauricio.
Tenían un aspecto muy masculino. Eran un poco robustos con las cejas y el bigote bien tupidos. Lo seguro es que no eran menores de treinta años. Ambos llevaban jeans puestos, una playera de algodón cualquiera y unos tenis para correr que seguramente eran muy costosos. Su habla era procaz pero de cierta forma se mantenía aún amable.
Oye ―dijo Julio mirando a Mauricio―, ¿Este vatito está muy morrito no crees?
―No te fíes de eso ―contestó Mauricio.
― ¿Cómo es que le permitieron pasar? ―preguntó Julio.
―Seguro fue por esos ojos tan lindos que tiene ―interrumpió Román.
―Seguramente ―repuso Mauricio―. Ya está acostumbrado a que se lo destaquen siempre.
―Pero hombres no ―añadí.
La verdad es que por aquel entonces bastaba con tu cartilla de vacunación y tu disposición para acceder a cualquier sitio nocturno.
Después de pegarle un corto trago a la cerveza Román me miró fijo y agregó:
―Pues nosotros no somos hombres.
― ¿Entonces qué somos? ―exclamó Mauricio.
―Pues gays ―respondió en tomo absurdo Román.
Todos nos echamos a reír.
Para entonces mi condición ya estaba casi normalizada por completo. Jamás pensé que se pudiese combatir los estragos del alcoholismo con un poco más de alcohol. Tal vez por eso uno cuenta las cosas por escrito. Con más estiércol se alivian los estragos del mismo estiércol.
Tomé una cerveza ámbar de la cubetilla y la descorché al instante acabándomela en un par de tragos. Me puse expectante al lugar. Si no hubiese sabido al principio que era una zona de manfloros quizás no habría podido diferenciar a un gay de un hombre «común». Los hombres tienden a construir relatos exagerados de sus propias fobias. Aunque debo decir que de pronto desfilaba ante mí una que otra vestida. Bueno, el caso es que aun así, podías precisar al resto como gente cualquiera.
―No te vayas a poner nervioso Ale ―dijo Mauricio.
―No te vamos a coger ―secundó Román.
―Hasta que andes bien pedo, claro está ―espetó Julio.
Reímos de nuevo.
Pidieron otras dos cubetas de cerveza. Cuando el mesero sujetó la cubeta con los envases vacíos dejando al tiempo la llena, inmediatamente apartó una cerveza para mí
―Esta se la mandan a usted ―sentenció.
― ¿Quién? ―pregunté.
El chico que está a sólo dos mesas de aquí−señaló hacia la izquierda.
Miré discretamente. Era un tipo de más o menos 26 años. Tenía el pelo castaño, test blanca y llevaba un atuendo como si apenas lograse escapar de una estresante oficina.
―No te preocupes Ale ―dijo Mauricio―, sólo le gustas, es todo.
―Lo sé.
―Somos gays ―dijo Román―, no locas.
― ¿Ah no? ―respondió Mauricio.
Entonces Julio dejó de escarmenarse el pelo con los dedos, le dio un trago a su cheve y miró a Mauricio.
―Pues no ―respondió―. Las locas son esa clase de tipos que en la oficina aparentan ser recios y viriles. Pero los viernes por la noche se las ingenian para caerle a lugares como este en compañía de pubertos desorientados que lograron persuadir.
―Sí ― respondió Román―, son aquellos que seguramente golpean constantemente a sus mujeres e hijos en el transcurso de la semana. Son esos que se cogen mal a sus viejas y reprenden a sus hijos por cualquier cosa. Todo el tiempo aparentan ser estrictos y correctos pero en cuanto se presenta la oportunidad de una buena peda, salen a flote sus deseos intencionalmente reprimidos. En una simple peda banquetera son capaces de hurgarle las pelotas a su compadre o de lubricarle el culo a esos jotitos del barrio. A esos que a cada oportunidad que se presenta, intentan ridiculizar públicamente.
―Así pasa en mi barrio― respondió Mauricio.
―¿En serio?― le pregunté perplejo.
―Por supuesto ―respondió−―¿Recuerdas a tu vecino? Ese que se la pasa reprendiendo a sus hijos todo el tiempo cuando salen a jugar futbol sobre la avenida.
―Sí.
―Pues le fascinan los exámenes de próstata caseros.
― ¡Órale!
― ¿Y acaso recuerdas al amigo de tu tío Federico? Ese que se ejercita todas las mañanas en el deportivo durante dos o tres horas.
― ¿Hablas del que tiene un cuerpo colosal y que conduce un neón rojo?
― Pues a ese le excitan demasiado los culos de los niños y procura pasearlos en ese auto hasta que logra persuadirlos para que accedan. Después les compra por remordimiento lo que pidan.
― ¿En serio?
― Hasta algunos de tus tíos andan metidos en lo más profundo de esos asuntos degenerados.
― ¿Te cae?
― Pregúntale a tu tío Pablo por qué lo dejó su mujer.
― A mí me dijo que porque bebía demasiado y además le molestaba mucho su mejor amigo cris. Incluso es padre de una niña muy bonita.

― ¿Nunca has pensado por qué tu tío se enfurece cuando observa a cris cotorreando con ustedes?
―Ya comprendo.
―¿También recuerdas al Shagui, al Toño, al Kiko y al resto de los chicos con los que echabas la reta?
―Seguro. Aun juego con ellos de vez en vez.
― Pues pregúntale a Martín quienes fueron los que lo dejaron bien despachado una noche hace dos meses.
― ¿Pues qué le hicieron?
―Imagínate cómo quedó el cuarto de la casa de Toño donde arrumban las cosas viejas. Martín terminó batido en mermelada, con el rabo dilatado como nunca, con los labios despellejados y con un cansancio del cual se recobró tres días después. Se dieron un festín con Martín.
―Pero si ellos son los que más molestan a Martín cuando estamos jugando y él pasa por ahí para comprar tabacos en la tienda.
―El mundo en realidad está atestado de gays Ale. Más de lo que podrías imaginarte. Lo malo del asunto es que hay muchos cobardes
―Ahora creo que la Ciudad de México es la auténtica jaula de las locas.
―Desde luego.
―Pues entonces yo pienso que un gay y un puto no es lo mismo.
― ¿Por qué?
―Los putos son los criticones.
― ¿Por qué?
―Por mentirosos y cobardes.
―Ahora que lo mencionas… podría ser.
Román y Julio permanecieron en silencio hasta que cerré el pico. Ambos me miraron con un aire en sus rostros de complacencia. De nueva cuenta me había ganado la amistad de otras personas por mi simple bocota.
Eran cerca de las dos de la mañana y ya habíamos barrido con al menos seis o siete cubetas. Cada una contenía nueve cervezas individuales.
La sensación de vértigo que sentía horas antes se había esfumado por completo y en su lugar sentí el lindo mareo apacible de la ebriedad.
Después Román comenzó a charlar conmigo contándome en los lugares que había estado y los beneficios que le iba dejando eso de ser gay.
―Pues como te darás cuenta Ale yo vengo del Norte ―dijo.
―A leguas se nota−respondí.
―Creo que no he encontrado tanto puñalón como aquí.
― ¿En serio?
―En todos lados hay pero la mayoría creo que se concentra aquí.
― ¿Hay más que en Monterrey? ―pregunté
―Si lo pusiese en una estadística, primero es la ciudad de México, luego Guadalajara y después Monterrey.
― ¿Pero en Guadalajara hay más mujeres no?
―Pues como dice la canción de Jorge Negrete: Guadalajara es la tierra donde se dan los hombres.
―Sí, pero unos con otros.
―Todos volvieron a reír.
―Eres muy ingenioso ―dijo Julio mientras le exprimía un barrito a Mauricio.
― ¿Sabes qué ale? ―dijo Román―, ceder el culo entre hombres también tiene sus ventajas.
― ¿Como cuáles? ―pregunte muy interesado.
―A diferencia de las mujeres, la mayoría de las veces los hombres solemos ser menos selectivos.
―Si lo creo.
―Claro Ale ―dijo―. Aunque no lo creas sólo basta que un tipo con carisma se plante frente a ti para despertar los ánimos por enchufártelo.
―Supongo que la naturaleza del hombre es ser menos exigente−dije.
―No del todo ―respondió Román―. Lo que quise decir es que a veces conseguimos tomar en cuenta otros aspectos que para las mujeres son desapercibidos o que en el peor de los casos evitan tomar en cuenta.
―Entiendo.
―En mi tierra es muy difícil ser «como eres». Son locos y prejuiciosos por el miedo tan grande que tienen por no aceptarse o por no aceptarnos.
―Si, en todos lados discriminan demasiado. En la familia, con los amigos, incluso hasta entre ustedes me imagino.
― ¡Cabrón! ¿Cuántos años tienes?
―Ya casi diecisiete.
―Tienes buena percepción de las cosas para tu edad. Y pues hablando sobre eso de la discriminación… tienes razón. Entre nosotros nos excluimos. Resulta que somos gays pero la mayoría estamos en desacuerdo con algunos amanerados.
―Pues creo que todo es porque a ustedes les gustan los hombres más no quieren ser mujeres, supongo.
―¿Ya escuchaste Julio? ―le vociferó Román al propio Julio que estaba riéndose con Mauricio de la cara que había puesto el propio Román.
―Sí, respondió Julio ― yo también ya me he dado cuenta que el niño no es tarugo.
―Es más listo de lo que piensas− agregó Mauricio.
―Eres un chico peculiar ―dijo Román―. Y con esos ojos siempre te vas a conseguir buenas chicas.
―O tal vez cabrones ―dijo Julio
Reímos una vez más.
―Además ―continuó Román―, si la sabes hacer, recibes buenas recompensas
― ¿De qué forma? ―pregunté.
―Mira Ale, alguien como tú podría recibir quinientos pesos al instante sólo por dejarse hacer una simple mamada.
― ¿En verdad? ―volví a preguntar―. Creo que ni las putillas de Sullivan salen tan caras.
―Así es esto Ale. Y además debo decir que los putos que se alquilan en esta ciudad están para llorar.
―Ya lo creo.
―Este asunto a veces te da buenas ganancias, pequeño. Normalmente los viejos son los que te proporcionan mayores beneficios
―Pues yo creo que a mí los viejos me darían sólo dos cosas.
― ¿Acaso seguridad y placer?
―No precisamente. Más bien asco y dinero.
Todos escucharon y rieron con mayor intensidad que antes.
―Este chamaco me va a volver loco ―alcanzó a musitar Román mientras no paraba de doblarse sobre la mesa por la risa prolongada.
―Bueno Ale ―prosiguió Román recuperándose―, puedes tener televisión con cable, un auto decente, medio departamento pagado o gozar de unas fabulosas vacaciones tan sólo al permitir que alguien talle su hocico durante media hora sobre tu pelvis.
―Parece que sucede del mismo modo con las mujeres ―expresé.
―Pues algo por el estilo ―añadió Julio.
Era cierto. Actualmente en este mundo degenerado, una chica iletrada puede comenzar como una despistada recadera dentro de una prestigiosa empresa. Pero al cabo de un rato, el patrón logra darse cuenta que debajo de esa apariencia ingenua y corrientita, y por supuesto de esa falda entallada se encuentra un culo soberbio y un chocho hediondo y trabajado a medias. . Entonces, en unos cuantos meses aquella atolondrada y zarrapastrosa empleada asume un puesto mayor en la empresa con un nuevo estilo de vida como si fuese ejecutiva. El cuerpo siempre será la propiedad más alquilada y nunca devaluada.
―En cualquier sitio el sexo tiene mayor posición en la nómina ―le dije a Román.
―Siempre encuentras la expresión justa Ale.
―Ofrecen placer por dinero y dinero por placer ―respondí―. Así de simple y mediocre gira el mundo.
―Este chamaco va a tener una vida interesante− dijo Román mirando a los otros dos.
―O su ruina demasiado pronto ―dijo Mauricio.
Al cabo de un par de cubetas más pedimos la cuenta y decidimos ascender al siguiente nivel.
La zona estaba acondicionada con más glamur. Había algunos sillones forrados en terciopelo rojo que circundaban toda la pista y alguna que otra mesa redonda y muy pequeña para colocar el consumo individual.
―Si quieres ir al baño me avisas ―dijo Román.
No encontré sentido en lo que me había dicho. Me sentía ebrio pero aún podía dar marcha sin que alguien me auxiliase en el trayecto. Aún podía valerme por mí mismo.
Estuve mucho tiempo sentado mientras los demás se perdieron en la pista a bailar esa detestable música ochentera. Luego fui directamente a la barra a por más cerveza. Entonces vi entrar a ese monigote que medía casi dos metros en compañía de un chico que quizás tenía la misma edad que yo. Sólo que aquel muchacho tenía una constitución como de un tipo de veinticinco. Aquel roble trabajaba por aquel entonces en un periódico de muy mala reputación. Años después lo vería en un programa matutino durante una sección llamada el bombazo. Recuerdo que todas las mañanas mi madre se sentaba frente al televisor a ver ese programa hasta que daba la hora para marcharse a limpiar pisos.
Aquel gigante de nariz abultada, cabello sedoso y piel mate ―seguro por el maquillaje― siguió de largo hasta la barra y pidió un par de copas. Al parecer sólo yo lo había reconocido o quizás los del lugar ya estaban habituados a esa nimia luminaria. Mientras lo atendían, sólo se limitaba a untarle sus manos en las nalgas al chico que tenia de acompañante. Aquel chamaco dibujaba en su rostro una expresión como si estuviese compungido. Seguramente sabía que iba a obtener dinero fácil. Pero la forma como tendría que conseguirlo no le iba a ser muy grata después de todo. Siempre hay gente que soporta cualquier cosa con tal de no regresar a casa con los bolsillos vacíos.
Después de las tres la pista se convirtió en un completo tumulto. Mauricio y los bigotudos seguían extraviados dentro de la pista saturada. Entonces cometí el error de encaminarme a tirar una meada al baño sin compañía. Di pocos traspiés hasta llegar a la puerta del baño. Seguí de largo hasta ubicar un mingitorio vacío y justo cuando tenía sopesando mi tripa entre las manos tuve la impresión de que alguien estaba justo tras de mí demasiado cerca.

La auténtica jaula de las locas (Parte I)


La primera vez que acudí a un bar gay fue con mi amigo Mauricio. Yo tenía dieciseis años y para entonces ya le pegaba al trago a lo perro. Recuerdo que mi amigo me invitó un jueves por la noche mientras me confesaba que era puto. Estábamos muy curdas en esa ocasión. Habían pasado dos días desde que había salido de casa con el pretexto de comprar unas galletas en la tienda. Des pués de tantas horas bebiendo, la peda llegó a un punto donde la lengua de Mauricio al fin se desató y entonces de modo vehemente me contó todo.

−¿ Has escuchado rumores sobre mí Ale?

−Claro, todo el mundo murmura que eres un puto.

−Pues no se equivocan.

−Lo sé.

−¿Y no te sorprende?

−Bueno, ¿por qué ocurriría eso?

−No sé, es que… siempre que lo confieso, la mayoría se asusta y luego me evitan.

−Pues qué putos.

−ja, já. No Ale, en serio ¿En verdad no tienes problema con eso?

−El único que puede tener problemas en esa situación es tu culo.

−Te quiero amigo.

−Si me abrazas e intentas tocarme de más te pongo un putazo.

−Ja, ja. No te preocupes. Yo aún te respeto.

Yo siempre quise a mi amigo Mauricio. Cuando yo me metía en líos con otros chicos él siempre saltaba por mí. Era muy bueno para los chingadazos y además tenía la costumbre de compartir todo lo que se encontrase en sus manos. Mauricio era moreno, con un rostro medio ceñudo, un perfil aguileño y un físico como corredor profesional. Ya saben, definido sin ser voluptuoso. Por fin esa noche había tenido la certeza de que a mi amigo le gustaba que le dejasen la verga llena de abono.

Después de su confesión seguimos la peda discutiendo otras cosas durante el resto de la conversación. No volvimos a tocar el asunto, pero entonces recordé que desde niño yo ya intuía la homosexualidad de Mauricio. Recuerdo que casi siempre que íbamos a las maquinitas situadas a unas cuantas cuadras de mi casa, por lo regular, cerca de las dos horas, Mauricio siempre desaparecía un buen rato con un par de chicos muy extraños para mí en ese entonces.

Al que recuerdo con mayor precisión es a Martín que le apodaban la güera. En segundo lugar a Horacio que le decían el popo. Como dije, me parecían muy extraños. Cada vez que entraban al local de maquinitas una densa estela de perfume de mujer barato se colaba por todos lados. La mayor parte del tiempo ambos tenían puesto alguno que otro accesorio de mujer poco vistosos. Por lo regular eran pendientes pequeños o pulseras angostas. A veces calzaban botines. Martín era más estrafalario en su forma de vestir a decir de Horacio que siempre andaba arropado como un chico cualquiera. El único distintivo un tanto perturbador para algunos era que Horacio siempre llevaba los ojos delineados.

Yo tenía trece años, Mauricio veinte y el resto de los que se daban cita ahí entre los veintitrés y veintisiete. Casi siempre acudía al local dos o tres veces por semana para jugar un par de horas después de la escuela. A pesar de ser pequeño, fui demasiado bueno en eso de los videojuegos. Cuando lograba derrotar a contrincantes que no eran de la colonia, Martín y Horacio me recompensaban con más dinero para seguir jugando y así acumular más victorias. Mientras tanto, ellos se esfumaban con Mauricio. Al cabo de unas horas retornaban muy desalineados y un tanto enrojecidos del rostro.

Cuando jugaba canicas en los tramos de terracería que había aún por las calles de mi vecindario, algunos de mis amigos ponían en entredicho a mis amistades. Una vez, cuando estaba a punto de hacer un tiro de huesito mi amigo Carmelo fue directo y me expresó:

−Mi jefe me dijo que ya no me juntase contigo we.

−¿Y eso? – respondí un poco irritado.

−Pues porque dice que te juntas con gente que tiene «malas mañas».

−Pues no entiendo a cuales se refiere.

−Dice que a lo mejor tú también aprenderás esas mañas y seguro después me las pegarás.

−Es tu jefe, no el mío a fin de cuentas.

Yo no conseguía comprender por qué lo decían hasta que un par de meses después ocurrió algo donde todo se aclaró.

Aquella tarde teníamos planeado jugar futbol pero no lo hicimos. Mauricio se fue a casa de su madre. Sus padres se habían divorciado un año antes y desde entonces su vida no había sido la misma. Jamás obtuvo reconocimiento alguno de su padre aunque fuese un chico tenaz e inteligente en todo lo que hacía. Y por parte de su madre, sólo recibía constantes regaños y reproches. Incluso a veces su madre afirmaba que Mauricio podría haber sido la causa principal por la que su marido la había dejado. Le echaba en cara su dolorosa separación. Por otra parte, Mauricio siempre fue muy retraído con las mujeres hasta llegar a un punto donde les temía. Ese día le esperaba el mayor aburrimiento y la más intensa decepción.



El caso es que llegué al local más temprano que de costumbre. Al entrar dejé en el piso mi pequeño morral y me puse a jugar. Habían pasado más o menos las dos horas reglamentarias cuando de pronto Gabriel , −el dueño del local− bajó hasta el piso la cortina metálica del lugar. Entre las luces de los monitores que apenas alumbraban el interior observé cómo todos los que quedaron dentro comenzaron a toquetearse con desenfreno. Al principio pensé que jugaban algo muy extraño pero después la cosa se puso muy desconcertante. Martín tenía apañado a un chico de no más de veinte años. Le estrujaba a ratos por encima de la camisa y a veces descendía sus manos hasta los huevos del muchacho, tanteándolos impacientemente. Todo el tiempo le hundió la lengua dentro de la boca enloquecidamente. El sonido de los labios que se succionaban mutuamente lograba sobreparsar incluso al ruido de los videojuegos. Horacio había colocado a su muchacho sobre el futbolito de madera que estaba esquinado. También tocaba desaforadamente al chico. Repasaba con sus manos su rostro y su pequeño culito. Le auscultaba el torso y la espalda sucesivamente con movimientos enajenados. Sin embargo, no permitía que el chico lo tocase siquiera un centímetro. Por mi parte, yo continué tratando de concentrarme en el juego. Intenté no mirar más de la cuenta. El chasquido persistente resonó durante un buen tiempo. Concluí el juego una y otra vez hasta que por fin Gabriel alzó de nuevo la cortina metálica. Sentí cómo la mirada apenada de Gabriel se posó sobre mí. Entre el calor que producían las máquinas y los cuerpos amontonados flotó un hedor a sudor, aliento agrio y al más puro almizcle. Entonces cogí mi pequeño morral que había puesto en el suelo, me lo puse al hombro y cuando estaba a punto de salir despidiéndome Gabriel me tomó por el hombro y me dijo:

−Si no lo cuentas tendrás juegos gratis de por vida.

Martín soltó al chico con el que estaba y se acercó a Gabriel con aire serio.

−No tienes por qué sobornar al niño−dijo− De todas formas ya sabe también lo de Mauricio.

−Pues espero que no se le afloje la lengua de más− dijo Gabriel.

Después el ´propio Gabriel se acercó aún más hacia mí, se puso en cuclillas y me dijo ya serenado:

−De todas formas tienes uno o dos juegos gratis siempre que vengas Ale.

Entonces sólo sonreí un poco y salí hecho el diablo rumbo a casa.

Toda la escena estuvo trascurriendo en mi cabeza una y otra vez durante la noche mientras no podía conciliar el sueño. Recordé lo extraño que fue ver a esos cuerpos toscos y torpes tocándose entre sí y haciendo cosas que simplemente no había visto en un mismo género. Se pasaban las manos por el torso velludo, se frotaban los huevos quisquillosamente, se apartaban el pelo de la frente y sus manos atestadas de venas se anudaban. Seguramente también se metían los dedos por el culo y se presionaban sus miembros mutuamente.

Del mismo modo, esa noche también recordé otra situación que había vivido con Mauricio. Me puse a esclarecer las razones por las que Mauricio había decidido no tocar tiempo atrás a Zurama, una vecina muy ganosa que siempre me auxiliaba cuando yo andaba muy rejón.

Recordé aquella tarde en el callejón de la cuadra de mi casa. Aquel día esa niña estaba más ardiente de lo acostumbrado. Fue a buscarnos cuando andábamos jugando canicas y en el camino iba retorciéndonos la pinga sobre el pantalón sin entorpecer el paso de los tres. Cuando llegamos justo a mitad de ese desolado callejón sólo me agaché y de un tirón le subí la falda para dividir sus piernas y comenzar a darle imparables relamidas en su chocho. No llevaba calzones. Yo me estaba escaldando la lengua mientras Zurama se retorcía del goce al tiempo que se aferraba a mi cabeza con una mano y a la pija de Mauricio con la otra. Cuando tocó el turno de Mau para relevarme y así permitirme descansar un poco, sencillamente dijo que estaba cansado, soltó la falda y se fue a casa.

No me preocupaba pero aun así, intenté encontrar la razón precisa de por qué mi amigo prefería a los hombres. Conseguí dormir no sin experimentar la típica sensación opresora en el estómago.

A partir de ese momento transcurrieron casi tres años viéndonos frecuentemente, metiéndome en problemas de los que él siempre me sacaba, emborrachándonos desde temprano y sospechando hasta el día de esa confesión que Mauricio era un marica.

Después de cortar el rollo ese jueves me fui a casa para dormir. Cuando llegué mi madre me dio la acostumbrada reprimenda por más o menos una hora. Cuando por fin me tumbé de espaldas a la cama, quise dormir tranquilo sin intentar imaginar las peripecias que me deparaba la noche siguiente. De cualquier forma habría algo más qué contar me gustase o no.

Al medio día siguiente desperté con una resaca inclemente. Fue muy extraña para mí a comparación de las anteriores. Mi cuerpo experimentó un intenso escalofrío. Me hice a la idea de que esa sensación sería pasajera. Sin embargo, ya por la tarde, los síntomas aún persistían. Me enjugaba la frente varias veces. Sentí un escozor intenso que sólo se concentró en mi estómago. Durante todo ese tiempo no pude ingerir cosa alguna. En cuanto pasaba cualquier cosa que masticaba enseguida lo devolvía. Los calosfríos seguían cundiendo en mi cuerpo y en mis encías sentí un persistente hormigueo que llegaba hasta mis oídos. Después de salir a dar una leve caminata y regresar a casa casi enseguida intenté conciliar el sueño sin lograrlo. El sudor no disminuía, Mis manos temblaban demasiado tan solo al tratar de sujetar una botella de suero que mi hermana había comprado en la farmacia. Mis rodillas comenzaron a dolerme de sobremanera y sentí los pies más helados que de costumbre. También tuve una serie de contracciones en mi abdomen que aumentaron en intensidad al paso del tiempo. Sentí vértigo. Me estaba haciendo a la idea que tal vez pasaría la noche entera en el hospital regurgitando la comida incipiente que te suministran ahí. Pasé buen rato postrado en la cama encorvado con mi frente rozando mis rodillas hasta que tocaron el timbre. Mi madre salió a abrir y un minuto después Mauricio estaba plantado al pie de mi cama con una sonrisa condescendiente. Quise decirle que no deseaba acompañarlo pero las contracciones y la temperatura alta que ya tenía para entonces me habían entorpecido tanto que evitaban que dijese algo entendible. Mauricio se quedó de pie, me miró unos segundos, se paseó por mi cuarto y después se acercó a mí tomándome de la punta de los pies.

−Levántate, no exageres demasiado.

−No juegues conmigo –dije− en verdad me siento muy mal.

−Necesitas una piedra.

−No seas imbécil− apenas murmuré− ¿Cómo se te ocurre que fume mierda en este momento?

−No soquete. –dijo− Una piedra también es una bebida a base de varios licores mezclados. Necesitas que tus tripas se expandan de nuevo.

−Pues venga de una vez.

−Cuando lleguemos al lugar pido un par para ti.

−Pues ya qué.


No recuerdo exactamente cuánto tiempo tomó llegar al lugar. Me sentía realmente aniquilado como para medir tiempo y distancia. Me trepé en un taxi y posé mi cabeza en la ventana. Durante todo el camino mantuve los ojos cerrados. El vértigo ya era insoportable. Cuando por fin llegamos, inmediatamente me lancé a la barra y pedí la dichosa piedra. No presté atención al lugar. Me senté en el primer taburete libre que encontré a la vez que me enjugaba el sudor del rostro con el cuello de la playera. El tipo de la barra sacó de la vitrina que estaba a sus espaldas unas cuantas botellas y las puso frente a mí junto con una copa. En una especie de cápsula metálica concentró un poco de anís, brandy, tequila y un charquito de Vodka la agitó . Luego la sirvió toda en una copa con hielos y un poco de refresco de cola,


− ¿Andas malito verdad?- Añadió mientras agitaba un poco la copa sostenida desde el filo por las yemas de sus dedos dejando escapar una sincera sonrisa.

− ¿Se nota verdad?− dije− mientras aferré las uñas al borde de la barra.

Después de tomar la copa entre sus dedos y agitarla un poco más me dijo:

−A ver niño, esto se toma de un chingadazo. De lo contrario no surte efecto.

Cuando me alcanzó la copa la sujeté intentando no derramar ninguna gota con mis manos trémulas. Me la llevé a la boca con dificultad y la liquidé de un solo trago. Sentí un escozor más intenso que inició desde el primer momento que esa infusión tocó mi garganta. Enseguida me percaté de cómo mi temperatura aumentó mucho más. Mi cuerpo empezó a emanar demasiado calor. El sudor se incrementó tanto que hasta el borde de mis calzoncillos estaba empapado por mi culo que sudaba al cien.

−¿Te sientes mejor? Preguntó el de la barra después de haber despachado un par de tragos.

−Ya no tiemblo.− Respondí tranquilizado.

−Misión cumplida− dijo- Puedes seguir chupando.

Permanecí en el taburete un poco más. Al regularse mi temperatura me levanté y busqué la mesa donde se había instalado Mauricio. En ese momento cobré conciencia del lugar. Estaba dentro de lo que parecía ser una inmensa casona. El lugar tenía un aspecto vanguardista y reposado a la vez. Claro. un lugar de putos muy sofisticado. Pensé que estaba en una de esas colonias intelectualoides y en efecto, al preguntar a un chico que pasaba con una cerveza en la mano me dijo que estábamos en un bar de la Roma. En verdad el lugar era amplio y aun así no se encontraba saturado por demasiadas mesas. Podías transitar con soltura por los pasillos espaciosos. Busqué en todos los rincones sin tener rastro de Mauricio. Entonces me fui a la puerta de entrada. Quizás esté allí mismo esperándome, supuse. Cuando le pregunté al gendarme de la puerta me dijo que nadie había salido aún. Me miró muy extrañando y después sugirió que fuese a buscarlo en los otros dos niveles. No tenía idea de lo grande que era el lugar en realidad. Retorné a la barra y le pregunté al encargado dónde se encontraban las escaleras. Me dijo que estaban junto a los baños. También me explicó que el lugar se dividía en tres zonas. La primera consistía en el bar ambientado donde estábamos. La segunda era una especie de karaoke donde se realizaban continuos shows performanceros y la tercera era una inmensa pista de baile con música de los años ochentas. Antes de subir me dio una cerveza y me dijo que era cortesía de la casa por tener unos ojos encantadores. Cuando menos mis ojos habían servido en esa ocasión para proporcionarme algo más que un habitual halago.

Subí a la segunda sección por unas escaleras con un pasamano de madera cuidadosamente barnizada. Cuando llegué a la entrada me detuve para observar el espectáculo que en ese momento se realizaba. Un travesti daba un show muy genuino imitando a la cantante Amanda Miguel. Por donde fuera que lo viese, tenía todo mucho más acomodado que una autentica chica. O quizás ellos a veces parecían más auténticos que una chica. Logré distinguir a Mauricio que estaba sentado justamente en el extremo opuesto de donde yo estaba. Al acercarme entendí que ya había armado compañía enseguida. Lo tenían custodiado dos bigotudos. Recordé a Freddy Mercury. Entonces uno de ellos se levantó y en menos de lo que yo pudiese pensarlo ya estaba de vuelta con una silla para mí. Yo permanecí de pie. En el lugar flotaba un aroma entre naftalina, esencia de hiervas y desde luego el perfume barato de mujer que seguía persiguiéndome a lo largo de los años. Me concentré en el show que estaba por terminar sin atender la charla que tenían Mauricio y sus dos amigos. En verdad aquella vestida hacía una formidable caracterización. No se excedía en los ademanes. Le ponía el énfasis correcto. Por un momento pensé que en verdad era aquella cantante. Al término del show los meseros reordenaron las sillas colocando mesas, distribuyéndolas como en la primera sección. Mauricio pidió una cubeta de cervezas y me integró a una de las conversaciones más interesantes que tuve en mi adolescencia.