domingo, 31 de julio de 2011

No es bueno fiarse.


Estaba a mitad de una aburrida clase de sociología interpretativa cuando la ninfómana de Fernanda me hizo señas por la ventanilla de la puerta. Quería que saliese de inmediato. Miré al ponente que tenía un rostro estúpido y apasionado. Salí.
― ¿Pa qué vienes tan temprano? ―le pregunté.
―Ya salte de esa madre ―respondió sopesando unos libros sobre sus manos.
―Ya mero acaba.
―No inventes ―dijo mientras guardaba los libros en su mochila―, ya sabes que son puras pendejadas. Esos y los posmodernos están chingados de su coco.
―Pero es tu deber saber qué pendejadas siguen produciendo. A la mierda se le huele desde cerca.
―Ya déja de ser tan estricto por un momento y vamos a chupar. Quedé con un nuevo prospecto.
―Bueno.
Entré de nuevo, cogí mis cosas y aborté el asunto. Tuve una sonrisa sardónica. Estaban «reflexionando» sobre Lyotard y Vattimo. Toda una bola de zopencos tomaba la clase. Todos fingían poseer un conocimiento amplio sobre esas cosas erróneas y perjudiciales. Así es la universidad: a veces una cuna de autentico conocimiento y otras tantas un llano criadero de ladillas.
Esperé un momento a que Fernanda entrase al baño y al salir nos encaminamos lento hacia el metro.
Fernanda era una chica alta, muy desconcentrada para la escuela y muy burlona para las personas pasivas. Tenía una figura estimulante y un rostro escasamente agraciado. Además era una adicta a los hombres. Nunca podía permanecer con uno solo por más de dos semanas. Era muy astuta para persuadirlos. Los incitaba a tal grado que ellos siempre se olvidaban de sí mismos por complacerla. También salía bien librada cuando los dejaba atolondrados, solos y desfalcados económicamente. Quizá por eso habíamos confraternizado bastante. Tal vez por eso fuimos buenos amigos. Prácticamente éramos la misma personalidad en sexos distintos. Éramos listos y ventajosos.
―El otro día me percaté que miraste a una chica y enseguida murmuraste algo raro ―dijo deslizando sus dedos por la malla ciclónica que cercaba la reserva ecológica junto a la facultad.
― ¿Qué fue lo que dije?
―Galletita o algo por el estilo.
―¡Ah, no! Quizás te refieras a Galleta de animalito.
―!Sí¡ ¿ Qué quieres decir con eso?
―Es una categoría.
― Según para explicar qué.
―Galleta de animalito es un término para referirme a una mujer muy corriente pero a su vez muy sabrosa.
―Eres un pendejo.
―También existe otra.
―Dímela.
―Galleta María.
―Y…¿a qué tipo de mujeres se refiere?
―A mujeres como tú.
―¿Por qué?
―Define a aquellas mujeres que por su puesto también son corrientes y sabrosas. Pero algunos creen que no lo son tanto.
―Eres un imbécil.
― ¿Por qué?
―Deberías ocupar tus sesos para otras cosas.
―Un día de estos.
Compramos los cartoncillos y subimos al vagón en dirección a indios verdes. Eran las seis menos quince de la tarde y el metro estaba atascadísimo. El sistema de trasporte público siempre apesta cuando anda saturado. A veces se me figura como un largo intestino lleno de mierda. Saqué mis audífonos y encendí el aipod. Fernanda alzó una bocina y dijo:
―Bajamos en Hidalgo. Vamos al centro.
―No me gusta el centro.
―¿Por qué? No le veo nada de malo.
―Es muy hipster.
―Ya vas a empezar con lo mismo.
―Está bien, vamos.
Durante el camino me dijo que deseaba caerle a “Rio de la plata”. Recordé que aquella cantina había cambiado bastante tan solo en un par de años. La clientela vetusta, malhablada y jacarandoza de mucho tiempo atrás había sido desplazada por una sarta de adolescentes ingenuos, petulantes y snobistas. Los papeles hoy han cambiado. El mundo sórdido y popular ha pasado a ser la preferencia de los sofisticados. Ahora los borrachos son bien vistos y las putas en las letras hacen que un sin fin de obras literarias se vendan. Los chicos que llevan sacos de pana y obtienen becas de secretarías de cultura ahora escriben sobre la calle. Desde luego, lo hacen en escritorios dentro de sus grandes casas ubicadas en fraccionamientos elegantes o en zonas de alcurnia. Por otro lado, los vagabundos simplemente han decidido acomodarse el pelo con el agua de las charcas y traer sus zapatos agujereados bien boleados. Ahora ambas clases sociales sienten pena de sí mismas. Todo el tiempo intentan aparentar que son la otra. Casi todo el mundo disfruta ser impostor.
Cuando llegamos me di cuenta que el lugar no había sido modificado en su interior. La barra y sus taburetes de la entrada seguían iguales a como los recordaba. Algunas mesas se habían colocado en un cuarto aledaño que antes servía como bodega. Quizá eso le proporcionaba un aspecto más amplio. Por lo demás, seguía siendo el mismo sitio. Tomamos una chela en la barra y después subimos a la siguiente planta. Había una mujer de no menos de cuarenta que covereaba rolas de Zaida. Permanecimos de pie para escucharla un rato. Su vos era potente y agradable. Sí que sabía tocar el teclado electrónico. Lo quiero a morir sonaba muy bien interpretada por aquella voz. Al terminar la rola nos sentamos en una mesa casi junto al baño de hombres. Estuvimos a lo largo de una hora conversando sobre nuestras más recientes relaciones. Fernanda sacó a relucir algo que pretendía decirme desde que salimos de la facultad.
―Se te va a echar a perder esa madre Alejandro ―dijo Fernanda mirándome con unos ojos como búho.
―No tiene nada de malo tener un par de meses sin follar ―respondí enturrándome fritanga en la boca.
―Yo no podría soportar ni siquiera quince días.
―No seas lengua, llevas más de quince días sin nada.
―Hoy es justamente el número catorce. No pienso pasar más tiempo así.
―No estarás pensando que..
―Ni lo sueñes mi rey. No quiero brindarte apoyo esta noche. Ramón viene en camino.
― ¿Quién es ese?
―Mi nueva conquista. Si me desaparezco contigo se me arma la grande.
―Mas bien no se te arma la única cena que tendrías hoy cariño.
―Eres un imbécil. Tienes razón.
―Mejor dispárame una cubeta de cheves.
―Saca un billete de mi bolso.
Cuando hurgué en el interior de su bolso, sentí un trozo de tela muy extraño. Era un calzón.
―¿Por qué traes una tanga dentro de tu bolso? ―le pregunté.
― Una mujer siempre debe cargar consigo un repuesto.
― ¿Por qué?
―Por si te lo rompen o por si lo pierdes. Por eso debes llevar contigo uno extra.
―Ya veo.
Reimos.
Continuamos chupando a solas hasta que llegó Ramón en compañía de unos amigos. Aquel pendejete estudiaba ciencia política. Había traído consigo a tres chicas de buen ver y un par de tipos engreídos. Sabía que me divertirían un poco o quizás los ignoraría de lleno. Después de un rato bebiendo y escuchando música comenzaron a escupir esa jerga tan insidiosa y ridícula de los politólogos. Hablaban cosas absurdas de un modo complicado. Así es la academia a veces: te enseña a complejizar cosas sencillas, no a simplificar cosas complejas.
Miré de refilón a todos. Uno de ellos que tenía el cabello un poco largo y que llevaba puesta una asquerosa camiseta de Hendrix y un pin de William Burrougs en ella me miró y me preguntó:
―¿Tú qué estudias?
―Gineco obstetricia ―respondí.
Las chicas rieron un poco.
―Suena interesante ―dijo fingidamente el palurdo.
―Sí, suena locochón ―secundó otro que tenía cuerpo escueto y frente amplia.
―Claro, lo mío es hablar de las entrañas ―dije.
Todas las chicas fingían que no escuchaban. Eran listas, sabían perfectamente lo que ocurría. Los dos quisieron reír esforzándose. Estúpidos.
Después Fernanda hizo que Ramón se sentase junto a mí. Ella quería inspeccionarlo de cerca con disimulo. Tal vez se lo va a refinar en un par de horas, me las va a pagar más tarde, pensé.
Ramón era de gran estatura, espaldas anchas, brazos voluptuosos y mentón cuadrado. Tenía un aire atlético mezclado con un rostro ingenuo. Llevaba encima una camiseta de futbol. Patético.
Las chicas tenían una apariencia mucho más relajada, Una de ellas era regordeta, de piel blanca y pecas abundantes en los hombros y el rostro. La otra usaba gafas, tenía una argolla muy delgada en el lado izquierdo del labio inferior y además sus guaraches asomaban unos dedos muy largos y delgados. Hubo otra a la que de momento no le presté atención. Desde su llegada entablaron una charla ligera. Hablaban de cosas sencillas. Jamás intentaron retomar cuestiones académicas en lugares inapropiados. De alguna forma yo siempre he sido intolerante al respecto. Jamás había aceptado el hecho de que durante las borracheras, la gente se interesase por la academia. Siempre los veía muy apáticos durante las clases como para aceptar que sacasen esas cosas durante momentos de esparcimiento. La gente siempre recurre a esas actitudes en esos momentos para encubrir su desinterés real por el mundo.
Ramón me presentó a las chicas.
Observé que Sara (la regordeta) también tenía las rodillas un poco chuecas y las manos muy bonitas. Era muy reservada. Melisa ( la de la argolla) tenía un rostro redondo que aunado a sus gafas le daban un aire intelectual. Se veía muy gentil y pensativa. Ella también tenía unas manos pequeñas y unas piernas un poco delgadas. Luego puse atención a la que había ignorado. Se llamaba Jimena. Esa chica tenía una mirada muy fija, una voz aguardientosa (un poco sexy) y una manera sutil de mover aquel cuerpo alto y esbelto. Con todo eso quedabas prendado al momento.
Para entonces ya eran alrededor de las ocho. El ambiente estaba de lujo. Bailé un par de canciones con cada una de ellas. En medio de una rola Jimena acercó sus labios a mi oído y dijo:
―Quien hubiera pensado que sabías bailar.
―¿Parece que alguien como yo no lo hace?
―Cuando llegamos supuse que eras alguien muy reservado.
―No te equivoques.
―Espero que tú tampoco
―¿A qué te refieres?
―También piensan eso de mí.
―No te preocupes, no me fio, no tengo esa clase de prejuicios.
―Es extraño. Normalmente la gente los tiene.
―Esas cosas me vienen a menos.
―Es bueno. Oye, tú no estudias ginecobstetricia.
―Ya lo sabes.
Después de otra rola nos sentamos juntos y seguimos bebiendo con el resto. De pronto, el chico de la frente amplia comenzó a hablar estupideces sobre política.
―Por supuesto, ya lo decía Aristóteles. Somos animales políticos por naturaleza. Tenemos la capacidad de discutir y decidir sobre todo lo que concierne a lo público.
―Claro ―dijo Ramón―, lo malo es que en esta sociedad hay quienes les interesa decidir y hay a quienes no.
Intenté no prestarles atención pero al final me puse atento a tanta barbajanada que argumentaban.
―Es nefasto ― continuó Ramón―, las personas no ayudan a que se fortalezcan las instituciones para así tener un buen gobierno.
De pronto Jimena dejó su chela y comenzó a intervenir
―Se equivocan ―replicó―, la política se trata de analizar sujetos y no instituciones. Quienes mueven los hilos de ese asunto son personas, no figuras metafísicas o algo así. Y esas personas tienen la perversa intención de anteponer sus deseos a costa del sufrimiento de muchos. La gente no piensa esas cosas no porque no quiera sino porque inconscientemente se les ha persuadido para que no lo hagan.
Ese comentario me dejó perplejo. La chica en verdad era lista. Luego le dio un trago a la cerveza y continuó.
―Ramón, ya te había dicho que en el tipo de sociedad que vivimos actualmente no todos podemos tomar decisiones sobre lo público. En esta etapa de la historia hay clases dominantes que impiden que se realicen las perspectivas y las decisiones de otras clases.
Aquella chica hablaba con seguridad, tranquilidad y elocuencia. Me estaba cautivando. Hacía mucho tiempo que no me pasaba algo así. No dije nada. Seguí a la expectativa.
― Claro que hay muchos grupos en esta sociedad ―respondió Ramón―. Pero a fin de cuentas todos buscan el bien común, aunque un sector se imponga sobre otro.
―Eso es mentira ―dijo Jimena―. Lo que ocurre hoy en realidad es que un sector violento y deshumanizado impone sus proyector por encima de los otros sin siquiera contemplarlos….
Justo en ese momento, su voz un poco aguardientosa se había tornado más tranquila. Se veía serena. Hablaba con
soltura y decisión. Por eso no pude reprimirme y por debajo de la mesa Cogí discretamente una de sus rodillas mientras seguía discutiendo. No se inmutó y continuó.
― …¿Sabes Ramón? Siempre hay disputas y confrontaciones donde unos grupos son más descarnados que otros…
Mientras decía todo eso yo seguía subiendo mi mano poco a poco. Ella continuó hablando. Subí despacio hasta colocar mi mano en el centro. Ella siguió hablando sin pausas. Se movía un poco pero no lo suficiente como para que los demás se diesen cuenta. Se dominó a sí misma para no delatarse. Estaba masajeándole todo el paquete sin permiso y no me reprochaba nada. Continuaba.
―…la muestra son los movimientos sociales, los partidos políticos y otras organizaciones. Esto es un campo de batalla.
Enseguida guardó silencio por unos segundos y luego suspiró. Aún con tanta presión consiguió cerrar el pico de aquellos pendejazos.
Quité mano poco a poco y luego contemplé el rostro de Jimena. Se había ruborizado por completo pero no mencionaba nada. Disimuló muy bien puesto que no se atrevió a mirarme. Ninguno en la mesa se percató. Luego regresé la mano y seguí frotando mis dedos justo a un costado del zipper de su pantalón. Por un momento pensé pedirle una disculpa. Luego me retracté y posé la mano en su cintura. Hasta la mujer más dura y suspicaz necesita una caricia de cuando en cuando, pensé.
Después estuvimos en paz un buen rato hasta que de pronto me cogió de la mano y me llevó a bailar de nuevo.
―Estás loco ―dijo sonriendo―. Tienes unas formas muy extrañas para coquetearle a las mujeres.
―Eso no fue un coqueteo ―respondí―, fue una declaración de guerra.
― Ja, ja, estás demente.
―Sería una pena que no lo estuviese.
―Seguramente sales con muchas mujeres.
―No es así.
―No te creo.
―Sigamos bailando.
―Eres un embustero.
―Es verdad.
―Bueno, calla y ponte a bailar.
Después de otras dos rolas regresamos a la mesa. Ahora aquellos papanatas hablaban de mujeres, el tema más recurrente y desconocido entre los hombres.
―Así es ―le decía Ramón al frentón―. Por eso prefiero a las chicas más feas; esas nunca se niegan. No se cotizan demasiado como tantas chicas hermosas.
―Estoy de acuerdo contigo en eso ―respondió el de la camiseta de Hendrix―. O incluso puedo decir que existe algo más grave: las mujeres feas y apretadas. Eso es intolerante.
―¿Tú qué opinas Alex? ―me preguntó Ramón tomándome desprevenido.
Lo miré unos segundos, volví a mirar hacia la pequeña pista y después respondí:
―No hay mujeres inaccesibles, sino hombres con maneras idiotas para arribarlas. La mayoría de cabrones carecen de ingenio y franqueza.
―Lo dices como si abundaran muchas mujeres a tu alrededor ―dijo Ramón con aire despectivo.
―Te equivocas ―respondí con desgano―, simplemente nunca he intentado engañarlas. Además, las chicas guapas son más accesibles de lo que ustedes piensan. Hay demasiados kamikaze que se acercan a ellas. Desde luego, siempre los repelen por ser demasiado premeditados. Sin embargo, todo ser humano está en espera de involucrarse con alguien. Eso es inevitable. Todo consiste en hacerlo honestamente. Desafortunadamente eso es algo muy difícil para muchos en estos días.
Las chicas se miraron entre sí. Jimena trasteó su bolso. Sacó un par de billetes. Me miró de nuevo y preguntó:
―¿Ya te acabaste tus chelas?
―Sí.
―Te mereces otra ronda de chelas.
―Me merezco un poco de tranquilidad con las personas, te lo aseguro.
Acercó sus labios a mi oído y dijo
―Entonces por qué hiciste lo que hiciste hace un rato.
―Tú mereces menos tranquilidad. ―dije ―Presiento que has pasado una vida demasiado tranquila.
―No puedes asegurarlo.
―Si te escandalizas por algo así, entonces lo estás asegurando.
―Sabes, aparentas ser un hombre muy despreocupado.
―No es bueno fiarse.
― ¿Te gustaría que nos viésemos luego?
― ¿Podrías?
―Vamos a bailar de nuevo.
Una hora después, mientras bailaba con Jimena, Fernanda desapareció con Ramón y los otros cretinos. Sara y Melisa partieron al terminarse la última cubeta de chelas. Salieron bastante pedas e inconformes. Cerca de las once de la noche salí del lugar con Jimena. Recorrimos parte de Bolívar, doblamos en Madero, enfilamos hasta Bellas Artes, luego transitamos por el eje central hasta llegar a la estación salto del agua y finalmente entramos al metro y nos sentamos en un andén a conversar un poco más.
―¿No te preocupa tu amiga?― preguntó Jimena posando su cabeza en mi hombro.
―¿Por qué lo preguntas?
―Es que a esos tres yo no los conozco muy bien. Sólo van en mi salón. Hoy fue la primera vez que salí con ellos.
―Preocupate mejor por esos weyes ―respondí mientras jugueteaba con su cabello entre mis dedos y olía su cuello por detrás―. No debieron fiarse del carácter tan accesible que tiene Fernanda.
―Ella tampoco debió confiar en ellos.
―Lo sé, seguro son maliciosos, pero muy ingenuos. Ella sabrá arreglárselas como siempre.
―En verdad me gustaste mucho.
―Así parece.
―Vamos a salir de nuevo.
―Ya veremos.
―Vamos a mi casa, ahora.
―Después.
―Acaso no te gusto?
―Sí.
―¿Entonces?
―No quiero, es todo.
―Búscame en la facultad. Ahora yo no salgo con nadie.
―Yo menos.
Seguimos besándonos un rato hasta que me incorporé para que ella abordara el vagón en dirección a Pantitlan. Yo me dirigí a Tacubaya y después trasbordé hacia Mixcoac. Cuando llegué a mi casa salí a buscar a los amigos. Pasé todo el fin de semana cotorreando y chupando con los cuates del barrio hasta el inicio de semana. Jamás volví a salir con Jimena.
Eran las siete de la noche del lunes y estaba tomando mi segunda clase cuando Fernanda me fue a buscar al salón. Dejé mis cosas en el pupitre y salí al pasillo.
―¿Qué paso contigo? ―le pregunté―, te fuiste sin siquiera despedirte.
―No mames wey ―respondió un poco escandalizada―, los weyes esos del viernes querían echarme montaña.
―Cuéntame.
―No mames, hace un rato charlé con un cuate que supuestamente los conoce. Me dijo que ya lo tenían pensado desde hacía tiempo.
―Típico. Tienes una peculiar reputación.
―No, en serio Ale. Incluso la morra esa, Jimena, fue cómplice.
―Ya lo sabía.
― ¿Por qué? ¿Qué tantas cosas percibiste?
En realidad fueron un par de cosas. Primero: cuando estábamos en la cantina me di cuenta de que ellos se acercaban sólo cuando yo bailaba con las morras. Segundo:cuando Jimena los estaba acicateando con el discursillo dijo algo así como Ramón, ya te había dicho que en el tipo de sociedad que vivimos. Eso fue lo que me puso atento al asunto.
―Ay, no chingues, Ale. Eres bien atento. No confías en nadie, nunca.
―Una cosa es no confiar en la gente y otra muy distinta es no fiarse a veces.
― ¿Entonces por qué me dejaste ir?
―Tú sabías que eso podía ocurrir. Te gusta perseguir el peligro. Además, confío en ti.
―Jajá, tienes razón. Pero… en verdad no puedo creerlo. La chica era muy inteligente, Ale. Incluso pensé que a ti también te había engañado.
―Hay que ser más cuidadoso con la gente lista. Ese tipo de gente es muy escaza. Pero su perversión y autodestrucción es más sofisticada.
―Sí, ya lo comprendo.
―Bueno… ¿y cómo te libraste de ellos?
―Ya sabes, fue simple. Nomás sugerí que fuésemos a chupar a otro lado antes de ir al hotel. Los puse bien pedos y fingí estar bien peda y pues justo cuando pretendían echarme encima sus pezuñas, salí a toda prisa y me metí en el metro.
―Es la segunda vez que te pasa, Fernanda. La tercera puede ser la vencida.
―Que ocurra lo que tenga que ocurrir. Por lo pronto salvé el pellejo.
―No siempre lo vas a conseguir.
Luego bajamos a la explanada, nos dirigimos a un puesto de dulces, compramos un par de tabacos y fuimos a fumar justo al pie de las escaleras principales.
― ¿Sí que te había gustado esa chica verdad? preguntó Fernanda arrojando una bocanada de humo denso.
―Bastante.
―Pero estás condenado. Siempre usarás la cabeza ante el corazón. Nunca vas a ser impulsivo.
― ¿Recuerdas a la chica de ojos claros que te mencioné?
―Sí ¿Ya la saludaste?
―Ya le escribí.
―Es increíble, pensé que no lo harías.
―No es bueno fiarse.
―Bueno, regresa a la clase. Ese profe no te quiere. Deberías ser menos respondón.
―Algún día cambiaré.
―Cuando termine tu clase pasas a buscarme.
― ¿Para qué?
―Es lunes. Quiero hacer San lunes. Vamos a las chelas de Copilco.
―No sé.
―Ándale, no quiero ir sola. Quedé con un nuevo prospecto.
―Ahí vamos de nuevo.
―No seas gacho, di que sí.
―Salgo a las siete treinta. Paso por ti a esa hora.

Vivir para contarlo.


Encamarse con dos mujeres es un sueño recurrente en la mayoría de hombres. Antes de esa noche, jamás había pensado que ese día pudiese enredarme con tres mujeres al mismo tiempo.
Durante esa temporada apenas me las arreglaba como repartidor de tarjetas de crédito. El segundo semestre de la universidad había concluido, yo no tenía nada por hacer y encima de todo atravesaba por una mala racha con las féminas. En todo caso, necesitaba distraerme y obtener un poco de dinero para chupar. Además, las vacaciones siempre me habían representado largos periodos de aburrimiento. La verdad es que nunca he tenido afinidad por los viajes, los conciertos o las diversiones de fin de semana. Normalmente por eso elegía varios empleos de mierda por no más de dos semanas durante esas temporadas.
Recuerdo que la cosa no era difícil. Todo consistía en repartir durante un par de horas y después de eso, guardaba el resto para el transcurso de la semana. Nunca sospechaban de mi en empleos como esos por lo que siempre obtenía mi paga íntegra. Aquel Jueves llegué puntual a la chamba y enseguida fui asignado a repartir tarjetas en algunos puntos de la avenida universidad. El recorrido inició en Miguel Ángel de Quevedo, atravesando Viveros y estacionándome un rato en Coyoacán. Al medio día estaba justo a un costado de Plaza Universidad. Para entonces ya me sentía fastidiado y demasiado agotado por el trayecto, así que le puse fin a la faena y decidí comprar una cerveza en un gualmart situado al costado de la plaza. Además, tenía unas ganas de mear incontenibles.
Recorrí la tienda durante un buen rato y cuando estaba a punto de atravesar el pasillo de vinos y licores noté que había bastante bullicio. Al fondo había una especie de carpa improvisada. En su interior se encontraban colocadas unas bocinas enormes que atronaban una música horripilante. En torno a ellas había tres mujeres que estaban enfundadas en un uniforme parecido al de una porrista. Las faldas tableadas y las blusas de manga larga mezclaban amarillo y rojo (como los colores del güisqui que promocionaban). Todas sabían menear el cuerpo al compás del ruido de un modo magnífico. Las miré unos segundos antes de dejarlas atrás. Justo antes de torcer el pasillo decidí mirarlas de nuevo y una de ellas se percató y me lanzó una linda sonrisa. Seguí hasta dar con los sanitarios.
Mientras descargaba la tensión en el mingitorio pensé en la forma adecuada para abordarla. Enseguida me retracté y recordé que la mejor forma era no pensar. Pensar demasiado en esos momentos puede volverte un autentico pelmazo. La gente estúpida supone que una frase ingeniosa puede abrirle las puertas. No hay nada más eficaz que un acercamiento simple, cómodo.
Cuando regresé al pasillo, aquella chica ya no estaba. Me puse furioso y tuve que contentarme mirando a las otras dos un buen rato. Vacilar es de perdedores, pensé. Aquellas chicas en verdad tenían cuerpos demasiado adorables. Fingí que miraba los vinos durante un rato para acercarme disimuladamente. Noté que ambas tenían un cutis liso y sano. Era evidente que sus rostros prescindían hasta entonces de ese detestable colorete que normalmente cubre las jetas de las morras. No eran de carnes desbordantes en lo absoluto. Aunque, a través de esos uniformes ajustados reflejaban que a pesar de ser tan menudas, su cuerpo había sido concebido de un modo simétrico. Entendí que las mujeres que hacían restallar las costuras de las prendas ya estaban pasando de moda. Los cuerpos compactos, rígidos y livianamente labrados eran lo del momento.
Permanecí un par de minutos contemplándolas como un perro al pie de la carnicería. Una de ellas tenía el rostro un poco redondo, las piernas cortas y unos pechos verdaderamente pletóricos a pesar de ser pequeños. La otra tenía una mirada perdida y un rostro enjuto con facciones afiladas sobre un cuerpo a la par de espléndido. Después de repasarlas con la mirada, revisé mis bolsillos, saqué el único billete de doscientos y cogí una botella de güisqui. Pensé en compartirla por la noche con los de la cuadra.
Al volverme hacia las cajas y dar unos cuantos pasos tuve la sensación de que alguien me observaba. Alcé la vista y miré a la chica de la sonrisa. En ese instante se plantó justo frente a mí. Tenía un rostro anguloso y unos ojos verdes, grandes y cálidos que le daban a su mirada un aire taciturno. Quedé paralizado momentáneamente. Recordé que la mayoría de las mujeres con las que había pasado momentos angustiosos tenían los ojos verdes. Los ojos claros han sido mi maldición. De pronto recobré la seguridad e hice un breve gesto de confort. La chica me miró y dijo:
― ¿Nada más llevarás esa botella?
―Sólo es para mí, no hay alguien más como para llevar otra ―se me ocurrió decir.
―Eso puede arreglarse.
― ¿Ah sí?
― Me llamo Fátima, termino a las seis.
― Regreso antes de las seis.
―Hecho.
Cuando me dejó atrás di la vuelta y contemplé su andar petulante hacia la carpa. Caminaba muy erguida. Tenía un aspecto imponente. Al llegar se acercó a sus otras dos compañeras y con disimulo les dijo algo. Ambas se rieron mientras continuaban moviéndose.
Pagué la botella y regresé a casa. Eran las tres de la tarde. Entré a mi cuarto y me recosté un rato. Luego encendí el estéreo, puse un disco de doble V y subí el volumen. Por todos los rincones del cuarto resonaba «Vivir para contarlo». Eso era todo. No tenía la bastante imaginación pero sí la suficiente habilidad para enredarme en esas situaciones. De alguna forma me resultaba más fascinante la vida de las personas comunes que los más elaborados relatos fantasiosos. Dejé que el tiempo corriese.
Cuando dieron las cinco me incorporé, me desperecé un poco y cambié de calcetines. Luego cogí una mochila donde había guardado el pomo, me hice un emparedado que comí de camino a la avenida y cogí un camión rumbo a Zapata. Llegué al paradero veinte minutos antes de las seis. Me fui directo a un puesto de tacos junto al metro para retrasarme un poco y evitar el parecer ansioso. Terminé los tacos y caminé muy despacio.
Cuando llegué, Fátima estaba aguardando a un costado de la entrada. Había cambiado su uniforme por unos vaqueros azules muy ajustados y una blusa roja de algodón que le hacían ver más frágil y estrecha de lo que había contemplado.
― ¿Y bien? ―me preguntó con una sonrisa pronunciada.
― Si quieres podemos comprar otro ―le dije mientras le daba palmadas a la mochila.
―No hace falta ―respondió―, tengo de sobra en mi casa.
Se va a poner bueno, pensé.
Después me cogió del brazo y sugirió que caminásemos un poco. Dijo que aún no quería llegar a casa. Ambos dimos un recuento breve de nuestras vidas a lo largo del camino.
Fátima apenas tenía diecinueve años, pero aparentaba ser mayor. Había abortado un par de veces, se había liado con unos cuantos hombres mayores de cuarenta y no había pisado la escuela por más de un año. Vivía en un departamento modesto con otras dos chicas en la colonia del Valle, exactamente sobre la calle de Moras. Me confesó que venía de buena familia pero que la relación entre sus padres y hermanas siempre fue detestable. Me dijo que hasta el momento no pasaba por dificultades económicas puesto que su madre le depositaba billete cada mes. Mencionó que había elegido ese trabajo sencillamente para mantenerse ocupada y lejos de su familia, además de obtener dinero fácil. También me confesó que tenía una continua debilidad por hombres estrafalarios o inestables.
―Y seguro por eso me vas a llevar a tu casa ―le dije mientras me concentraba en el dulce aroma que despedía su pelo.
― No lo sé ―dijo―, para ser sincera aún no sé qué fue lo que me atrajo de ti.
Seguimos caminando.
Por mi parte, sólo le conté algunas anécdotas que le hicieron suponer que tuve una infancia de mierda y una adolescencia no menos ogete. Le hablé de algunas borracheras que tuve en la calle cuando tenía catorce años y de las ocasiones en las que llegaba tarde a casa por ver a mis amigos del barrio deshacerse a puños por un toque. También saqué a tema las veces que un par de amigos maricones pretendieron ultrajarme. Estaba absorta en todo cuanto le contaba. Le pareció demasiado fantasioso. Decidí guardar silencio un poco y después abrí la boca de nuevo.
Le conté de la vez que amanecí en Texcoco sin saber cómo y de cuando un amigo atiborrado de chochos iba gritando entre los edificios que quería que se lo cogiesen. Después continué contándole de las veces que dormía con los borrachines de la colonia en una vieja camioneta abandonada y sobre la noche en la que le agarré el culo por equivocación a un darketo en un bar del centro. También le mencioné de las veces que tuve sexo en los matorrales de la unidad plateros y otras tantas peripecias. Las últimas historias le hicieron reír bastante.
―Sí que te las has visto mal plan ―respondió sonriendo.
― Pues no es para tanto ―agregué―, de lo contrario no estaría aquí.
Habíamos caminado un buen tramo hasta llegar justo al hospital veinte de noviembre. Entonces mientras le contaba de lo que iba mi carrera, se prendó de mi cuello y me besó con dureza y desesperación.
―Lo siento ―dijo sin soltarme del cuello.
― No te apures ―fue la idiotez que se me ocurrió responder.
―Para un taxi.
―Pero si estamos relativamente cerca.
―No importa.
Hice algunas señas sobre la avenida y un bocho verde se aparcó enseguida. Subí primero.
Cuando llegamos a la entrada me dijo que esperara afuera un par de minutos. Estábamos frente a un edificio con una fachada relativamente lujosa. Encendí un tabaco y saqué mis discman. Puse de nuevo «Vivir para contarlo». Pasaron alrededor de veinte minutos y justo cuando me disponía a largarme Fátima salió en compañía de una de las chicas del gualtmart. Era la de mirada tristona.
―Sube ―dijo volviéndose en el pasillo y encaminándose hacia un elevador.
Subimos más o menos tres pisos. Cuando entré al departamento, un suave aroma a perfume y tinte de cabello me golpeó las narices. Los sitios donde viven puras mujeres siempre huelen estupendo, pensé. Gran parte de los muebles estaban hechos de madera y tapizados con tonos azules y blancos. Me senté en la sala mientras Fátima se dirigía a su cuarto. La otra chica se sentó a un lado.
―Fátima pensó que ya no vendrías ―dijo.
―Por un momento supuse que me había tomado el pelo ―respondí con sorna
―Yo también pensé eso.
―Bueno, eso es lo que sigo deseando.
― ¿Sí?
― A eso vine.
―! Ah, ya entiendo! Ja, já. Eres algo gracioso.
―Sólo para algunas personas.
― ¿Por qué lo dices?
―Espero que no te des cuenta.
―Me llamo Lorena.
―Alejandro.
Lorena cogió los discman que yo sujetaba y se colocó los audífonos. Balanceó su cabeza un poco.
―Esto suena padre ―dijo.
―Lo sé.
― ¿Es hip hop?
―Del bueno.
― ¿Hay malo?
― De ese que debería ser enterrado.
Fátima regresó apenas cubierta en unos cortos, tenis y una sudadera un poco holgada. Se sentó a mi lado en flor de loto.
― Empezamos o qué ―sugirió.
―Seguro ―dije―, ya tengo la boca seca.
Saqué la botella de la mochila, desprendí el precinto y se la di a Fátima. Ella se incorporó al instante y fue a la cocina para servir los tres vasos.
―Tienes una mirada intensa ―dijo Lorena.
―Yo también pienso eso ―gritó Fátima desde la cocina.
―Parece como si quisieras notar todo de alguien ―dijo Lorena.
―Supongo que ese siempre ha sido mi cometido.
.Fátima regresó a mi lado. Creo que hablamos alrededor de tres horas. Lorena contó que meses antes vivía con su chico. Llevaban tres años juntos. Cierto día llegó temprano a casa y lo encontró en cuatro patas. Su mejor amigo le estaba pegando tremendos caderazos.
―Es una pena ―dije.
― ¿Lo crees? ―preguntó Lorena complacida.
―Sí, no es justo que desperdicien a una mujer como tú.
―Yo te apoyo ―secundó Fátima.
―Por cada mujer linda hay mil estúpidos, cien inseguros, diez dementes y un hombre auténtico.
― ¿Tú eres ese hombre? ―me cuestiono Lorena mientras frotaba con la mano mi rodilla.
―Lo siento, yo no soy un hombre.
―No entiendo.
―Será mejor que no lo hagas.
Minutos más tarde, ambas se sorprendieron cuando conté que nunca había tenido una novia formal.
―Nos estás choreando ―peroró Fátima.
―No tengo porqué juguetear con eso ―respondí.
―No te pierdes de nada ―dijo Lorena.
―Tal vez no sea tan malo ―respondí.
―Sería bueno que andarás con alguien ―dijo Fátima mirándome sin parpadear.
―Lo he pensado ―dije mientras recordaba a una bribonzuela de ojos claros que recién había conocido.
La conversación fluyó entre varios temas. Hablamos de música, literatura, películas y otras estupideces. De pronto la conversación llegó a un punto candente. Las dos ya estaban algo pedas. Fátima quería saber las complacencias sexuales de cada uno.
―A mí me gusta que me jalen el cabello ―dijo Lorena.
―A mí me gusta que me coman abajo y mirar sus gestos ―dijo Fátima.
―A mí me gusta mucho que les guste mucho lo que les haga ―concluí.
Ambas se miraron con los ojos muy abiertos.
―Nunca había escuchado algo tan bueno ―dijo Fátima.
―Supongo que el placer no se reduce a uno mismo. No existe nada más placentero que provocar sensaciones en alguien. ESO ES MUY ELEMENTAL PERO SIGUE OLVIDÁNDOSE.
Entonces Fátima se me echó encima. Empezó a darme gentiles relamidas en el rostro y el cuello. Lorena miraba atenta a un costado. Le alcancé mi mano y la tomó con la suya. Le presioné la palma con dos dedos haciéndole entender que podía participar. Se lo pensó unos minutos y después ya la tenía al otro lado alzándose la blusa.
Fátima pasaba sus manos sobre mis huevos por encima del pantalón. Por sí sola se desabrochó los pantalones cortos y se quitó la sudadera. La delgada playera que llevaba encima reflejaba sus pezone endurecidos y las amplias y oscuras aureolas que los circundaban. Por supuesto no llevaba puesto sostén.
―Tienes unos ojos muy lindos ―me dijo Fátima con una voz entrecortada―. Me gustas aunque no seas tan guapo.
―Eso ya lo sé ―respondí mientras acariciaba con un par de dedos su pelvis por encima de los pantalones cortos. Sentí cómo su pepa se inflamó enseguida.
―Pero tiene una personalidad bastante llamativa ―añadió Lorena mientras me colocaba una mano en sus pechos.
―Eso también lo sé ―respondí.
Al principio todo marchó excelente. Sentir a dos mujeres palpándote por todos lados es muy relajante y placentero
de cierta forma. Prácticamente tienes la impresión de estar bien despachado.
Luego miré por el rabillo del ojo a Lorena; había perdido bastante el equilibrio. Intentaba hincarse frente a mí. Cuando lo consiguió, me desabrochó el pantalón sin precauciones y lo bajó sin dificultades. Fátima me acariciaba la entrepierna y los huevos sólo con sus uñas un poco largas. Un breve escalofrío me recorrió de la punta de los pies hasta el coxis. Experimenté un placer inusual. Las dos se alternaban para besuquearme por donde se les ocurría. Lorena tenía los labios tan húmedos y fríos que parecían la ventosa de un molusco. Fátima en cambio los tenía muy calientes y resecos. Ambas despedían un aliento agrio.
Momentos más tarde, las dos se despojaron de la ropa por sí solas. Lorena quedó en unos calzones medianos color naranja y Fátima sólo en tenis; tampoco llevaba calzones.
Después de un rato de arduo toqueteo escuché ruidos a la entrada del departamento. Una chica un poco corpulenta y de cabello castaño abrió la puerta y se quedó a la entrada mientras contemplaba un poco desconcertada la escena. Era una de esas gordibuenas que se ven de lujo en falda.
― ¿Tan temprano? ―dijo la chica regordeta.
―Es Amaranta, vive con nosotras, no te apures ―me dijo Fátima al oído.
A partir de entonces todo se volvió un poco extraño. La chica decidió encender el televisor y se quedó en el otro sillón cerca de nosotros. Pasaron alrededor de quince minutos sin que ella hiciese un gesto. Parecía que Fátima y Lorena no tenían problemas con su presencia. Seguramente ya estaban acostumbradas a ofrecerle ese espectáculo. Luego empecé a intuir que esas dos se disputaban el espacio. Comenzaron a tocarme con mayor agresividad y una intentaba interponerse sobre la otra a cada rato. A veces se concentraban sólo tocándose entre ellas. Parecía que lo hacían inconscientes. Eso me agradó. No mencioné palabra alguna.
Después de otro rato volví a mirar a la regordeta. La sorprendí mirándonos disimuladamente a ratos. Por una razón inusual sentí una profunda lástima. Supuse que las otras dos siempre eran las afortunadas. Tal vez esa gordita sólo era tomada en cuenta cuando las otras necesitaban hablar sobre sus relaciones fallidas con hombres estúpidos y atractivos. Recordé que mis amigos se burlaban de mi supuesto “albedrío” al elegir mujeres. Nunca he pensado que todas las mujeres me producen las mismas sensaciones, pero sí he pensado que todo el mundo merece ser mimado un poco de vez en cuando ante una vida de la chingada.
Cuando volví a percatarme de su mirada, le hice señas de inmediato para que se acercase. Al verme sonreír, ella también lo hizo mostrando un pequeño signo de tristeza en su rostro. No se movió ni un solo centímetro. Dejé de sobar la espalda desnuda de Lorena haciendo nuevamente señas para que se acercase. Esta vez por fin se animó y con una acentuada inseguridad se acercó poco a poco hasta sentarse junto a Fátima. Me había metido en un cochinero. Lorena seguía hincada y aún estaba jugando con mi miembro entre las manos, y además Fátima seguía montada sobre mí. De ese modo estaba dándole la espalda a Amaranta. Entonces cogí a Fátima por debajo de los muslos y la coloqué del otro lado para que Amaranta se acercase. Amaranta lo entendió perfectamente y se fue arrimando poco a poco hasta que sus muslos se repegaron con los míos. Le alcé la falda un buen tramo y metí mis dedos entre sus piernas. Palpé con ternura esa cantidad excesiva de carne. Noté que era una de esas obesas muy rígidas. Su piel era llana y tensa. Eso me encendió un poco.
Así continué bastante tiempo; envuelto entre tres mujeres demasiado lindas a su manera. Estaba complacido en la cuestión estética con Fátima y Lorena, y de alguna manera, me regodeaba en un aspecto más cualitativo con Amaranta. Sin embargo, poco después empecé a desvariar un poco. Una sensación de tristeza me invadió de pronto. Escuchaba las continuas succiones que Lorena le daba a mi pene, los chasqueos que mis dedos producían en la chocha bien lubricada de Amaranta y las esquilmadas que yo le daba en los pechos a Fátima. Mi verga se puso fláccida, mis manos se acalambraron y por si fuese poco, sentí como si un inmenso boquete creciese entre mis entrañas. Entendí que no podía dividir el placer por varios lados A pesar de mis esfuerzos, una vaga melancolía siguió aumentando dentro de mí. Ahí estábamos cuatro personas arrebujadas en una parte de un cómodo sillón. No nos reconocíamos entre sí. Nunca lo haríamos.
Comprendí por qué los hombres deseaban estar con varias mujeres a la vez. El placer seguía siendo un acertijo para tontos que buscaban la respuesta en el sitio equivocado.
Repentinamente Amaranta me rodeó el cuello con un brazo y me dijo:
― ¿Verdad que el cliché de que este es uno de los lugares más solitarios del mundo es cierto?
La miré atónito. Me había tomado desprevenido. Quizá las tres entendían lo mismo; pero Amaranta tenía las palabras precisas para evidenciarlo. Me entristecí enseguida.
―De todas formas no hay otra modo para saberlo ―le dije―, hay que vivir para contarlo.
― Sobrevivir diría yo ―dijo Fátima en un susurro plañidero.
― No digas ―dijo Lorena.
Eran las 11 las once de la noche. Sólo cerré mis ojos y dejé que las cosas siguiesen ese curso.
Desperté a las cuatro de la mañana. Me sentí bastante resacoso, pero no demasiado como para permanecer recostado. Una farola de luz blanca iluminaba a través de la ventana que estaba detrás del sillón donde estábamos. Filtraba una poderosa luz con la cual podía ver los alrededores a la perfección.
Lorena se había esfumado, Fátima se encontraba extendida bajo mis piernas y yo seguía sentado en el sillón junto a Amaranta, desnudos. Aún sentía una extraña sensación en el pecho y el estómago.
Me dirigí al baño sin hacer ruido y cuando regresé me senté una hora en silencio, pensando. Luego me vestí despacio y guardé un pomo en mi mochila.
Cuando me disponía a salir con sigilo, Amaranta me cogió del brazo y me dijo.
―De cualquier forma estuvo chido, Ale.
―Sí, no fue tan malo ―respondí quedo.
― ¿En serio?
―Sobre todo por ti ―dije con sinceridad. Amaranta era quien en realidad me había hecho un paro.
Cogí mi discman que estaba en el piso, subí el cierre de mi chamara y salí sin cerrar duro la puerta. Caminé un poco sobre Felix Cuevas hasta llegar al metro Mixcoac. En el semáforo de patriotismo un tipo se acercó y me pidió lumbre. Saqué un encendedor de mi bolsillo y le prendí el cigarro. Seguí caminando. Mi mala racha seguía. Ya no me importaba.
La madrugada estaba casi por terminar. Seguramente aún hay alguien en el barrio para acabarnos la botella, pensé. Finalmente cogí mi discman, presioné el botón de play, me puse los audífonos y dejé que el disco corriese una vez más. Escuché una parte muy especial de aquella pista:
«…Somos el tiempo que nos queda. La vieja búsqueda, la nueva prueba. Yo tampoco sé vivir, estoy improvisando, pues cada uno tiene que ir tirando a su manera, hay quien se desespera. Verás, el tiempo, amigo del hombre, todo lo deja atrás. La carrera, la fatiga es normal. Por eso hay que parar a respirar, mira: el final es para todos igual…»

viernes, 8 de julio de 2011

Es todo lo que traigo


La fiesta ya estaba a punto de desquiciarme por completo. Pero justo cuando intentaba abrirme paso entre la multitud para salir, Mariana me cogió de la mano y me llevó a un rincón apartado del resto.
― No te vayas ―decía mientras me sujetaba de la playera― ¿Por qué no te quedas otro rato? La fiesta aún no acaba.
―No tengo ánimos ―le dije mientras intentaba tranquilizarme.
―Anda, sólo quédate un rato más.
Acepté.
Entonces me puse a bailar de nuevo. Las luces estroboscópicas eran enceguecedoras. Comencé a sentir ligeros mareos. El humo del tabaco y el vapor del hielo seco formaban una mezcla que se impregnaba en mi ropa. Era un olor detestable. La música estaba como para volar por el balcón. Moví mi cuerpo con desgano un par de rolas. Mariana me dijo que me estaba licando desde que había llegado. Dijo que ya tenía pensado decírmelo desde hacía tiempo.
Me miraba fijo todo el tiempo. Estaba frente a mí hablándome muy cerca constantemente. Olía maravilloso. Me preguntaba cosas muy elementales. Le dije que no era un momento adecuado. Yo sólo quería caminar.
―Debí decírtelo desde hace tiempo ―dijo―. Yo lo sabía desde hace mucho pero Sofía también es mi amiga. ¿Te afecta demasiado? Ni que fuese la última.
Me miró incómoda mientras le pegaba un breve sorbo a una cerveza de lata
―Me duele verla con otro ―le dije un poco desilusionado.
―No te preocupes, haremos que lo olvides un ratito ―dijo mientras bajaba mi cremallera y metía su mano.
―No puedo hacer esto con ella casi frente a nosotros.
―Bueno, vamos a movernos más allá.
Me cogió de la mano y me arrastró hasta un rincón oscuro. En realidad no lo deseaba pero accedí.
Me dio unos cuantos tientos. También yo le metí la mano. Le hice a un lado su pequeño y delgado calzón y le hundí los dedos. Luego saqué la mano y le puse las yemas en sus labios. No funcionó. La sensación no era agradable. Por primera vez sentí un profundo asco.
― ¿Acaso ya estás muy pedo? ―preguntó.
―No, ¿Por qué lo preguntas?
―No se te para.
―Lo siento.
Me cogió del brazo y a toda prisa me llevó hasta el baño. No encendió la luz. Luego se hincó de golpe, me bajó el pantalón y se metió mi miembro en su boca. Succionó y succionó. Estaba muerto, mi pellejo no reaccionaba.
Entonces pasó su mano por detrás e intentó meter los dedos en medio de mis nalgas.
― ¿Y si te meto el dedo por atrás? ―dijo mientras lo intentaba persistentemente.
―No lo hagas ―respondí apretando el culo―, no creo que funcione.
―Siempre funciona.
―No creo
―Alejandro, no tengas miedo.
―Si lo haces y me gusta, seguiré yo solo y tú ya no participarás.
Reímos.
―Tienes razón ―dijo―, mejor no lo hago.
Salimos del baño y nos dirigimos a un sillón.
La decoración era repugnante, la gente bailando desaforadamente era repugnante, sus sonrisas eran falsas, su diversión demasiado agobiante. Todo cuanto divisaba en ese momento se había convertido en una pesadilla.
―No te sientas mal ―dijo―, son cosas que ocurren.
―Sí, me imagino.
―Seguro es la borrachera.
― ¿Las infidelidades son consecuencia del alcohol?
―Pensé que te referías a…
―Pierde cuidado. Eso no me interesa.
― ¿Sabes, Ale? Yo siempre he tenido la esperanza de que tú y yo…
―No comiences de nuevo Mariana. No esta vez.
―Lo siento.
―Yo igual.
Dejé a Mariana sola en el sillón y salí a toda prisa sin pensar en nada más. Anduve caminando un buen rato a la luz de las viejas farolas situadas a lo largo y ancho de las calles. A medida que pasaba el tiempo, mi cabeza iba llenándose de amnesia. Aún llevaba conmigo un pomo de litro. La botella se iba vaciando gradualmente.
Después de un rato comencé a dar tumbos de lado a lado como un perfecto abraza farolas. Prácticamente ya iba hecho un fiambre. Aún así, seguí caminando. Iba esquivando con dificultad algunos tachos de basura. Los postes parecían ser simples sombras erguidas en las banquetas. Continué sobre la acera esquivando los automóviles encallados justo fuera de los portones de las casas. Aunque andaba trastabillando, seguía manteniéndome alerta para no toparme a la patrulla o a una de esas pandillas de perros que dan el recorrido madrugadezco por las calles. Me confortó un poco turistear por las calles a esa hora y en ese estado. Siempre es bueno el exterior.
Seguí otro rato esquivando alguna que otra cagada seca de perro. Había demasiadas distribuidas por donde fuese. Seguí enfilando en línea recta otro rato hasta llegar a una avenida principal. Ya quería llegar a casa.
Ya iba avanzando ciego de alcohol. Tenía la mirada por completo sobre lo indeterminado. Andaba con los sentidos completamente despistados.
De pronto, alcancé a percibir un maullido seco y estridente a cierta distancia. No le hice caso. Seguí y enfilé de frente sin mirar atrás continuamente. Mis riñones me dolían. Tenía que mear. Me dispuse a encontrar entre las sombras un mingitorio improvisado. Encontré una esquina desolada. Permanecí quieto. Me bajé el cierre a duras penas y me lo saqué con cuidado. El espeso vapor que emanaba desde mi uretra recorrió mi rostro y lo dejó impregnado de un leve rocío que inmediatamente se desvanecía con el sutil viento que circulaba en ese instante. Me puse a pensar algunas cosas en ese preciso momento.
―Ya no volveremos ―dije para mí mismo.
Me lo guardé de nuevo en los calzoncillos y seguí caminando.

Me había caído un par de veces. Mis rodillas estaban prácticamente hirsutas. También mis hombros se habían raspado. Comencé a apoyarme sobre los muros. La botella ya se había vaciado. Parecía que paso a paso iba leyendo braile por las paredes. Andar hasta la madre en la calle es toda una procesión.
Poco más tarde, la vejiga me pidió de nuevo tirar el combustible. De nueva cuenta busqué un baño improvisado. Esta vez elegí una esquina cualquiera. Mientras liberaba la presión del agua supe que la había cagado. Escuché de nuevo aquel maullido intenso. Lo escuché justamente por detrás. Mientras me mantenía con las manos en la masa, frente a mí se reflejó mi propia sombra doblándome el tamaño. Fue por las luces de un auto-patrulla que había acudido a la escena del crimen justo en un momento inoportuno. Esas sabandijas habían olido mis sulfurosos y sanguinolentos meados desde el otro lado de la ciudad. Esa piltrafas uniformados habían rondando a miles de kiilómetros hasta encontrar la carroña.
No me arredré. Solo me resigné, esbocé una tenue sonrisa y me la meneé un poco hasta desalojar los residuos. Volví a empaquetar mi miembro en los calzoncillos.
El ritual fue el de siempre. Mi rostro hacia la pared, las piernas divorciadas lo más que se pudiese, las manos a la nuca y una actitud estúpidamente cordial. No mostré inconformidad. Si lo hacía, tal vez me hubiesen propinado unos cuantos masajes a puño cerrado o una consulta gratis por mi incontinencia urinaria al ministerio púbico sin negociar.
Me preguntaron que si estaba al tanto de las sanciones por lo que había hecho. Quise responder que era más inmoral cargar un tolete sin siquiera haber concluido la prepa. Seguramente mis finos chistes iban a darme un boleto de ida directo y sin escalas al hotel de siempre. A ese de cinco estrellas repleto de residuos vílicos de anteriores inquilinos, cagarrutas y cómodas camas de asfalto pagadas por el gobierno en turno. No respondí.
Decidí colaborar con la rutina. Uno de esos puercos me empezó a auscultar con ansia e indiferencia. Mi cuerpo estaba anestesiado. Me puse a pensar que tan bueno hubiese sido permanecer en la borrachera, con Mariana y con mi decepción.
El porcino azulado seguía hurgando entre mis ropas, demasiado afanoso. Pensé que deseaba provocarme sexualmente o tal vez demostrarme que la justicia también es invertida e impune. Al mismo tiempo, su porcina pareja me preguntó en un son agresivo:
― ¿Qué traes en los bolsillos? Dime de una buena vez antes de armar más pedo.

Yo lo miré sin decir una sola palabra.

¿Por qué tienes los ojos rojos? ―volvió a preguntar mucho más agresivo― Para mí que no solamente vienes pedo. Seguramente también vienes drogado.
No volví a responder. Luego se puso a hurgar mis bolsillos.
―Tus bolsillos están pesados ―dijo―. Saca todo lo que traigas ¿Que es lo que vienes cargando? Si no traes nada indebido, te dejo ir de volada.
―Nada mi jefe ―respondí―, sólo traigo las llaves de mi casa, unas cuantas monedas, y mi billetera.
― ¿Seguro? ¿Es todo lo que traes?
―Sí, nomás eso jefe. Es todo lo que traigo.