domingo, 12 de febrero de 2012

Tres generaciones. (Parte I)


Me estaba sujetando con fuerza del pasamanos del pesero cuando Jorge me preguntó: «¿Te has manejado a una señora?» Respondí que sí mientras nos recorrimos más al fondo. Apenas andábamos por el metro Zapata. Cuando el pesero se vació un poco y pudimos sentarnos, Jorge insistió con las preguntas.
—¿Cuántas han sido, culero? Dime, ¿cuántas han pasado por las armas?
—Algunas. —respondí mirando hacia el frente con mi cabeza rebotando sobre una ventana.
—Seguro que fueron experiencias. Incluso mejor que una niñita o una chava de tu edad.
—No creas.
— ¿ A poco has estado con mujeres de edades distintas?
—Sí.
—Eso no me lo habías contado.
—No tengo razones para hacerlo.
—No seas gacho. Cuéntame. Digo, para saber.
—Al rato.
¿Y la primera vez fue hace mucho?
—Fue hace unos siete años. Creo que fue durante una noche de fin ded año.
—No seas puto. Cuéntame.
—Esa noche de fin e año la mamá de Benjamín se insinuó por primera vez.
—¿Neta?
—Sí,. Y si no te callas ya no te cuento nada.
—Va. Pico cerrado.

» Los padres de mi cuate Benjamín eran divorciados y él llevaba un par de años viviendo con su madre. Ese día la señora fue a celebrar el fin de año a una fiesta de disfraces en casa de una amiga. Mi teléfono sonó varias veces esa tarde.
—¿Bueno?
—Soy Benja. No hagas planes.
—Nunca tengo planes.
—Es en serio. Tengo casa sola.
—Invita a las gordas.
—¿Para que a las gordas?
—Son las únicas que pueden caerle en días así.
—Está bien.
Colgué luego, luego. Pensé que Benja tenía razón. Priscila y Giovana nunca se negaban cuando las solicitábamos. Eran un poco adiposas pero lo suficientemente temerarias como para pasarla suave. Ese día bebimos cheves y cenamos durante unas seis horas y cenamos una perna adobada que la señora había dejado lista sólo para meter al horno. Cerca de las dos de la mañana estabamos borrachos y satisfechos por la pasta y la pierna. Recuerdo que después de media hora en el baño me serví un tarro en la cocina, y antes de sentarme en el sillón de la sala se escuchó una llave dándole vuelta al cerrojo de la puerta.

»La mamá de Benjamín se veía fabulosa en aquel vestido oriental. La hubieses visto. Los cortes laterales rebasaban tres cuartos de pierna y el cuello que llegaba hasta la barbilla la hacía lucir sensual y elegante. Aunque rebasaba los cincuentas, la señora conservaba aún algunos gestos pícaros y juveniles. «Buenas noches» dijo al cerrar la puerta y dirigirse a su cuarto. Giovana y Priscila se quedaron pasmadas.
—¿Es tu mamá? —le preguntó Giovana a Benjamín que metía un par de caguamas en el refrigerador.
«Ya ves» respondió Benjamín, es por la buena vida que se ha dado mi jefa.
»Algo después la mamá de mi amigo salió de su cuarto, se metió en la cocina y salió con un vaso de guisqui hasta el tope. Nos miró unos segundos. Inesperadamente se sentó en el sillón, en medio de nosotros.
«Hola hijo, ¿Cómo has estado?» me preguntó la señora mientras yo no apartaba la vista de sus piernas.
«Bien, señora» respondí mirándola al rostro muy apenado.

»Había sustituido sus bellos tacones negros por un par de pantuflas de peluche rosa. Sus ojos estaban completamente inyectados en sangre y las bolsas de sus parpados se pronunciaban demasiado. El resto de su cuerpo aún parecía fresco y firme. El cruce de sus piernas fue formidable. La abertura del vestido dejaba asomar el resorte reluciente de sus bragas diminutas. Sentí una sensación extraña. Era una especie de ternura mezclada con excitación. La señora me cogió desprevenido observándola y preguntó:
«¿Enseño demasiado, hijo?»
Enmudecí un momento. Luego respondí con voz trémula:
«No, para nada, señora.»
Me miró con indiferencia, torció la boca ligeramente y dijo mientras iba en busca de otro trago a la cocina:
«Pues que mal.»

»Miré al resto para asegurarme de que no se habían percatado. Benjamín conversaba idioteces con las otras dos. La señora regresó con otro vaso que se acabó en segundos y luego se fue a dormir. Poco después de dos horas yo también me fui a dormir a casa.

—Pfff.
—Ya te dije que no hables. Si abres el hocico ya no te sigo contando.
—Bueno.

»La semana posterior al año nuevo fui a buscar a Benjamín. Toqué el timbre a la entrada de su edificio una sola vez. Escuché un poco de interferencia. Antes dar vuelta su madre se puso al interfon.
—¿Sí?
—Buenas tardes, señora ¿No andara por ahí Benja?
—No hijo. Fue a visitar a su papá. Salió dede temprano. Pero seguro ya no tarda.
—Bueno, lo vengo a buscar más tarde.
Antes de apartarme del interfón la señora añadió:
—¿Por qué no subes a esperarlo?
Sin que pudiera considerarlo, el seguro eléctrico de la puerta ya estaba retirado. Empujé el portón y subí al departamento.

»La puerta del depa estaba entreabierta. Fui directo a la habitación de Benja pero no había nadie. Después me senté en la sala y esperé unos diez minutos. A los pocos minutos me levanté y me metí en la cocina. Había un pequeño televisor sobre la mesa y lo encendí. Me entretuve con un partido de beisbol que transmitían. Al poco tempo entró la señora. Llevaba encima un pans de algodón muy ceñido y una playera blanca muy delgada. Podía notar perfectamente el sostén de media copa que llevaba debajo. Me miró con una extraña condescendencia y me preguntó que si no quería comer. Le dije que no. Enseguida se acercó al refrigerador y sacó un par de topers que metió al microondas. Luego puso el comal sobre la estufa y calentó unas cuantas tortillas. La observé comer a ratos. Masticaba pequeñas porciones muy despacio. Se tomaba su tiempo. Parecía que gozaba demasiado comer de esa forma. Luego se sirvió sopa. Me ofreció un poco pero yo me negué de nuevo. Me dijo que cambiara el canal, y lo hice. Me detuve en un programa que mostraba en proceso de varias cirugías plásticas. Vi con indiferencia cómo afilaban narices, hinchaban labios y reducían papadas. Cuando mostraron la cirugía de pechos la señora me tocó el hombro y dijo:
«¿Crees que me haga falta, hijo?» Tenía ambas manos sopesando sus pechos. A la distancia que estábamos parecían de tamaño promedio y aún bien alzados.
«No creo, señora.» Respondí volviéndome hacia la tele enseguida. Permanecí nervioso ecuhando cómo masticaba la comida.
»Al principio supuse que me estaba sometiendo a prueba. Pensé que quería juguetear conmigo para saber que tan pervertidos eran los amigos de su hijo. Pero cuando terminó de comer entendí que el asunto iba en serio. Después de colora su plato dentro de la tarja me pidó amablemente que si podía colocar unas cuantas cajas de zapatos dentro del closet de su cuarto. Le respondí un sí rotundo y me fui al cuearto. Las cajas estaban debajo de la cama. Puse la mayoría sobre la cama y las apilé una a una en el único espacio despejado. Antes de ordenar siquiera la mitad de las cajas resonó el seguro de la puerta. Lo siguiente que escuché fue: «Ojalá mijo llegue más tarde».

—Ohhh.
—Callate, culero.
—Ya, ya.

»Su pelo olía demasiado a acondicionador. Aunque su rostro se veía de cerca más estropeado y arrugado se sentía liso y suave al contacto. Empezó a desnudarme desde abajo. Se rió cuando le dije que los tenis no, mis pies hedían demasiado. Con los tenis puestos, me sentó en la cama y me quitó la sudadera y la playera. Mientras yo le bajaba el pans ella sola se despojó de la playera y el sostén. Me confortó descubrí que debajo de ese atuendo ligero se escondía un cuerpo que aún no estaba devastado por el tiempo. Había unas pocas estrías en sus brazos, unas cuantas pecas en sus manos muy delgadas y alguna que otra arruga en el cuello. Por lo demás, aún conservaba el cuerpo de una treintañera. Cuando toqué sus pechos los nervios que yo sentía se fueron por completo. Estaban poco decaídos pero tenían un tamaño y consistencia bastante antojables. No había bastante vello en su pelvis. Aquello parecía un triángulo castaño. Cuando posé los labios en él, noté que el vello era muy grueso y duro. El borde de mis labios se irritó con tan solo unas cuantas lamidas. Sus piernas anchas conservaban buena dureza. Además se sentían bastante pesadas. Su vientre estaba ligeramente guango, pero sus nalgas pequeñas y tiesas compensaban el desperfecto. A mitad de la cabalgada noté que la señora se sentía apenada. Las cortinas estaban cerradas y no permitía que la viese con atención a contra luz. Tampoco me dejó contorsionarla a mi gusto. A veces ella apartaba mis manos cuando me demoraba en su culo. Me aproveché de la situación y le dije unas cuantas marranadas al oído. Parecía disfrutar mucho más el flirt en sí que el acto mismo. Miré la cicatriz horizontal de su cesaría Cuando terminamos me recliné sobre su vientre fláccido y me puse a bordear con un dedo la cicatriz. A la mañana siguiente llamé a la casa de Benjamín. Entre la conversación me dijo que su mamá ya sabía que no iba a llegar aquel día.

—Chale.
—Ya te dije que te calles.
—Lo siento.

»La siguiente visita a casa de mi amigo fue muy incómoda. Su madre me evitaba todo el tiempo. Y cuando necesitaba algo, se dirigía a ambos. A veces me hablaba de una forma bastante autoritaria. Y en otros momentos me ignoraba por completo. Desperté una inusitada necesidad por su compañía. Pero al parecer, la señora había reconsiderado la cosa como un desliz equivocado. Insinué de muchas formas que repitiéramos la cosa. Nada dio resultado. Nunca volví a saludarla con un beso en la mejilla. Las mujeres maduras no son unas lagartonas ni mucho menos seres viscerales y desinhibidos. Dese ese momento entendí que lo único que seguían necesitando era sentirse deseadas. Se saben maduras y menos atractivas. Lo único que buscan es corroborar que siguen siendo símbolos de deseo.

—Está cabrón. Y respecto a las otras experiencias…
—Es lo mismo. Te juro que sucedió lo mismo.
—Orale. Oye, ¿ Y con chicas de tu edad?
—Ese es otro asunto.
—Es diferente.
—¿En serio?
—Mi primera vez fue con una chi,ca de mi edad.
—Tsss. Seguro estuvo denso.
—Sí.
—Cuéntame.
—¿Donpde vamos?
—Apenas en insurgentes.
—Bueno, ahí te va.