viernes, 11 de mayo de 2012

Haciendo cosas indebidas (Parte II y última)

II.
Rosario lucía estupendamente candente. Su cabello largo y castaño tenía una pinta sedosa. Sus ojos eran negros, de mirada imponente. Su boca angosta y de labios delgados le daba un aire de niña haciendo un leve puchero. Calzaba un traje sastre sencillo y entallado que escandalizaba de inmediato. Tenía una figura con las perfectas proporciones. Eso le hacía tener un aire elegante y no de callejera. Las proporciones moderadas siempre les dan un talante lindo. Cualquier tipo jodido que se haya cruzado en el camino de una lindura como esa, seguro sabrá de lo que hablo.
Era de esperarse. Por mi parte yo iba siendo cada día más decrepito y por su parte, parecía que cada día se ponía más entera, deliciosa. Tanto como si fuese un cuerpo constantemente remozado por el tiempo. Miró a todos y los saludó con gentileza. Cuando una linda chica se muestra amable te embauca de inmediato a sus encantos. Tu subconsciente lo entiende como un “vamos, no soy inaccesible como lo piensas”. Te da el empujón preciso para caer en el barranco. Cuando entornó hacia mí me dijo:
—Hola, Ale. Veo que sigues tan guapo como siempre. ¿Sabes?, tenía muchas ganas de verte desde hace mucho tiempo.
Ese comentario arrasó de inmediato con la poca soberbia que yo tenía. Me había vencido. Como buen lurio que quiere hacer literatura con su vida, sólo bastaron unas cuantas palabras precisas para recomenzar ese estado de completo enculamiento. Así son las cosas con alguien como yo. Pudo enseñarme las tetas, pudo friccionarme el culo en el hombro al levantarse en ese lugar repleto de palurdos, o pudo hablar conmigo de cerquita durante la noche. Pero tuvo la brillante idea de “EXPRESAR LO QUE EN REALIDAD PENSABA. A veces las mujeres no tienen la menor idea de los percances que pueden desatar con acciones triviales como esa. Lo que piensas y dices al otro no debe tomarse a la ligera.
El tiempo avanzó un buen tramo y hubo charlas diversas. Se hablaron muchos tópicos. Desde comida hasta remembranzas de esos fétidos años tocamos. Como de costumbre, muchas de esas charlas se mezclan con la pedéz de la gente y suelen desembocar en la política. Todos opinaban demasiado y poco acertado. Tenían concepciones demasiado torpes sobre lo que es la política. Como siempre ocurre, achacaban todos los males a las figuras públicas desconociendo que ese asunto implica muchas más cuestiones. Se perdían del contexto internacional hasta el tipo de actores sociales que intervienen. Por un momento pensé en tomar el timón de la conversación. Quizás habría protagonizado el resto de la charla y así haber generado en Rosario una nueva impresión muy grata. Sin embargo desistí antes de intentarlo. De nada serviría dispararles la adrenalina a cinco borrachos que a la mañana siguiente olvidarían todo. Además, Rosario pudo desconcertarse con un cambio tan impensable sobre mí.
Por todos lados siguieron sonando botellas. El choque del cristal resonaba en todo el lugar, en todo momento. Vero sabía que yo podía amenizar la estancia. También sabía que yo intentaba de ese modo amenizar el momento, haciéndome el ingenuo desde luego. Rosario se divertía de lo lindo. Me miraba discreto, a interludios. Más tarde rotamos los lugares. La conversación fue dividiéndose poco a poco en parejas y Rosario le había pedido a Vero que la dejase sentar a mi lado.
Estaba nervioso por completo. Jamás he podido controlar esa sensación. Siempre que una mujer encantadora se encuentra a mi lado me siento acorralado. Aunque ambos mostremos las mismas pretensiones, aunque ya la conociese o a pesar de saberla a mi merced. Sea como sea, las mujeres lindas me acaban.
En realidad hablamos poco. Ambos nos mirábamos proyectando lo difícil que era contener las ansias. Después de unas horas Vero decidió salir de ese lugar y llevar a toda la comitiva a casa. Cuando salimos rumbo a la nave, Rosario me contaba que desde ese entonces había estado sola. Me tomó de la mano. Volvió a perturbarme en serio. Pudo ceñirme de la cintura, pudo haber dicho guarradas a mi oído o tal vez pudo hundir su lengua de súbito hasta mi tráquea. Pero volvió a cometer una acción indebida: tomarme de la mano. Traté de no proyectar lo tan perturbado que estaba y dejé que hablara. Me contó que durante mucho tiempo ha mantenido distancia de los hombres. Enseguida le pregunté porqué
—No sé cómo explicarlo —dijo.
—Todas saben pero no lo intentan —le dije bajo un tono abrumado.
—Bueno… es que... mis últimas relaciones han sido una pesadilla.
—¿Por qué lo dices?
—Es muy difícil toparse con el hombre ideal.
—Por ser ideal no existe ni existirá. Debes sólo buscar un buen hombre.
—¿Y para ti que es un buen hombre?
—Dímelo tú. Ustedes lo saben muy en el fondo.
—Es muy complicado.
—Y les aterra.
—Son muy escasos.
—Y les son tan aburridos…
Cuando llegamos al auto esperamos un poco a que la botarga y una de las insoportables linduras nos dieran alcance. Guardamos silencio y decidimos remontar la charla al llegar a casa de Vero. Cuando por fin subimos todos al coche y dimos marcha, me puse a observar el paisaje del camino con la ventanilla abajo. Avenida revolución y sus inmediaciones siguen siendo el mismo vórtice de la calamidad. El ex cine Jalisco siempre parece que caerá de súbito. Veia caminar por la acera a un sinfín de borrachines ante el desamparo, retozando, tratando de pegarse a las cortinas de hierro y así poder tener un sueño normal. Algunos travestis al pie del semáforo insinúaban los recientes atributos que quirúrgicamente les habían concedido. Algunos sólo esperan darte una mamada o una sobada de escroto. Tacubaya siempre tendrá esa linda fama por seguir siendo un nido de zarigüeyas.
Recordé cuando entrabamos de contrabando al cine Marilyn. Ese cine tan porno como el Teresa pero más grotesco por su audiencia. A lo largo de sus pasillos siempre encontrabas cosas “inusuales”: Cepillos para dientes, calcetines, pantalones, zapatos, envolturas de comida, jeringas, cascaras de fruta en abundancia, envases de medicamentos y otras tantas excentricidades. Todos los asientos parecían almidonados. Estaban tiesos y raidos. Lo más normal era acudir en palomilla. De lo contrario, ir a una función del Marilyn a solas sería una misión kamikaze. Los acosos y las malas costumbres se dejaban caer sobre ti sin contemplaciones. También estaba la prepa 4. Siempre acudía a embriagarme entre semana con los del CGH. Los cubos eran las mejores tabernas por aquel entonces.
Después pasamos por San Pedro de los pinos. No estaba tan mal. Aunque ha sido siempre una colonia semipudiente siempre ha tenido sus atractivos. Recordé que la entrada del metro servía de buen spot para una intensa patinada, o como un buen fumodrómo de mierda. Los polis del metro casi nunca subían para imponer el orden, y cuando lo hacían, sólo sugerían que nos esfumáramos un par de horas mientras los sometían a revisión de rutina. También estaba la secundaria ocho, donde sólo había mujercitas. Fue de mis primeros lupanares. Fue donde con otros vatos comencé a forjarme para el club de los mamantes de lolas.
Luego pasamos por San Antonio. Tampoco se quedaba atrás con sus canchas de frontón. En ellas se armaban los mejores torneos y las mayores putizas entre equipos de barrionorte , Jalalpa, Capúla y demás colonias mal vistas; el Pirúl, la garci, Nonoalco, Minas, Butacas, y demás zonas de miedo capitalinas. Recuerdo que en ese lugar conectábamos la mejor mota y las piedras más baratas.
Cruzando el periférico a esa altura se encuentra el G-3, un centro deportivo que a decir verdad siempre ha jugado una suerte de centro adictivo. En ese lugar conocí la magia del skateboard y por supuesto a los patinadores más retorcidos, más conflictivos y más decadentes de la zona.
Pero no hay como mi querido Mixcoac, con su pulquería el gorjeo, que después se llamó el George para otorgarle más categoría. Molinos y Alfonso XIII con sus calles infestadas de gatitas lindas y accesibles, y adictos perversos y amigables. Lugares donde en sus parques armábamos las mejores pedas al aire libre, donde asistí a mis mejores toquínes de hardcore y a las más graves madrizas que me atizaron. No podía dejar de mencionar su pulcata la copa de oro. Vieja en tradición donde podía ver a todos mis vecinos durante todos los días, desahuciados, desmoralizados. Completamente acabados. Donde todo tipo de piltrafas se reunían. Donde un robo a transeúntes o la aparición de un auto desvalijado a las afueras de ese sitio es lo de siempre. Donde todo tipo de personajes se adentra en ella, desde preparatorianas adolescentes e histéricas hasta viejos panzones, cocainómanos y rabo verdes. Toda fauna encuentra su lugar. Y ese fue el mío.
Eso de hablar del centro de la ciudad, de Tlapan sur y demás zonas cosmopolítas de la ciudad, que están de moda para retratarse como escenarios rasposos, lo dejo para los falsos realistas sucios. Para los que aprenden a relatar la suciedad pero siempre con los zapatos boleados.
Todo eso recordé y pensé en el interior del auto mientras acortábamos distancia. La casa de Vero estaba en Barranca del muerto. Al cabo de un rato llegamos. Mientras el resto bajaba del coche, yo me adelanté para abrir la puerta al tiempo que Vero iba la vinata por más chupe. Las rajas y el choncho decidieron esperar un poco en la calle. Rosario atravesó el umbral de la puerta. Mi reloj marcaba las dos treinta de la madrugada.
De regreso, Vero puso todo el material en la mesa, sacó unos cuantos vasos de la cocina y se dispuso a servirle a todos. Estábamos en la sala. Hacía un ambiente soporífero. Así que Vero abrió las ventanas y encendió la radio a volumen quedo. Metió un disco, le puso play. Era el Finally we are no one. Ella sabía que en momentos de entusiasmo me venía bien escuchar cosas así. Esa mujer sí que sabía ser amiga. No recuerdo muy bien lo que seguí charlando con Rosario. Al parecer hablábamos de los empleos que ella había obtenido como edecán mediante varias agencias. En algún momento de la conversación me preguntó a qué me dedicaba.
—Y bien —dijo—, ¿me vas a decir qué haces hoy en día?
—Soy un holgazán
—No me mientas, seguro tienes un buen empleo
—Empleo mi tiempo de buena manera en lo que quiero. Así que no quiero tiempo para un buen empleo.
—¿En verdad?
—Sólo leo
—Vaya.
—Lo siento.
—¿Por qué?
—Pues… tal vez creíste que era un hombre exitoso.
—Para ser honesta… nunca te he vislumbrado así.
—¿Por qué?
—Digamos que un hombre que sabe muchas cosas es porque tiene mucho tiempo para sí. Cuando eres un hombre común tienes éxito pero poco espíritu. Además eres soltero y un hombre soltero tiene mucho tiempo.
—¿Y cómo sabes que presuntamente yo sé muchas cosas y que sigo siendo soltero?
—Pues digamos que nunca he perdido contacto con Vero.
—Esa pinche Vero —pensé en mis adentros.
Luego me observó y pregunté:
—Pero ¿por qué nos distanciamos? —apreté el gatillo justo en el momento preciso.
—Esperaba que no lo mencionaras, Ale
—¿Qué quieres decir?
—En ese entonces yo me sentía segura. Muchos hombres me codiciaban y eso tú lo sabes.
—Por supuesto.
—Pero ¿Sabes? Te atravesaste en un momento indebido.
—¿Por qué?
—Me hiciste tambalear
—¿Por qué razón?
—Jamás reflejaste prisa por conocernos. Siempre buscabas que las cosas sucedieran sin presiones, con empeño y con tacto.
—Nunca he sido un caballero, Chayo.
—No quise decir eso. Jamás me engalanaste con ridiculeces de ese estilo. Jamás expresaste elogios melosos. Me refiero a que en verdad te entusiasmaba que yo pasara un momento grato. Siempre me mostraste el lado bueno de algunas cosas que suelen considerarse malas. También me mostraste el lado malo de las cosas que suelen considerarse buenas. En verdad descubriste cómo enamorarme.
—¿Y entonces, que ocurrió?
—Sentí mucho miedo.
—Ya veo. Entonces estuve haciendo cosas indebidas.
Vero me llamaba desde la cocina.
—Comprende, Ale, me sentí vulnerable, acorralada. Me sentía desnuda y temerosa contigo.
—No tengas reparo, siempre me ocurre lo mismo.
—En verdad lo siento.
—Yo más.
—¿Por qué?
—Pues por ser un cretino y pensar y no ser un cretino dejando de pensar.
Vero insistía tanto que me incorporé y fui hacia la cocina. Cuando llegué me miraba demasiado seria.
—Te voy a decir algo, cabrón —dijo un poco enardecida.
—Dime pues.
—No quiero que en el trascurso de la noche hagas demasiado ruido. Te voy a dejar mi cuarto. Puedes dormir con Chayo. Pero no quiero jimoteos, ni azotes contra la pared ni mucho menos rechinidos intensos. Bien sabes que cuando escucho esos sonidos y yo no participo me pongo bien caliente y me atormento.
—Esta bien —sonreí— , veré qué puedo hacer.
Ambos nos miramos unos segundos y quizá fue por el alcohol o por la ocasión, pero sentí en ese momento un profundo cariño por Vero como no lo había sentido antes. Por personas como Vero creo que la amistad no se ha perdido aún del todo. Entonces regresé junto a Rosario.
Pasaron dos horas y las lindas incómodas al fin se fueron. Media hora más tarde el gordo las siguió haciendo ademán de despedida. Enseguida de eso Vero fue a dormirse. Así quedamos, Rosario y yo, solos, en la sala.
Seguimos conversando el resto de la madrugada. El sol despuntó y aún seguíamos hablando. Por momentos tenía ganas de bajarle los calzones estrepitosamente y metérsela despacio. En otros sólo tenía ganas de besarla y sentir su cálido cuerpo cobijando el mío. Decidí no recriminarle su abandono de aquel entonces. Finalmente dormimos entrelazados, vestidos y satisfechos.
Despertamos al atardecer. Lo primero que hicimos fue comernos una sopa instantánea y algunos tacos que mi vieja amiga tenía dentro del refrigerador. Después de un rato, Vero revivió de la modorra y se fue a bañar. Una hora más tarde estaba lista para salir de nuevo. Me sentía agotado. Miré mi rostro en un espejo y contemplé cómo se había tornado completamente ajado. Después Rosario y yo volvimos a sentarnos en la sala un rato. Sonó un móvil. Era el de Rosario. Luego de colgar dijo que tenía que marcharse. Le dio un fuerte abrazo de despedida a Vero y cuando se acercó hacía mí me masculló algo al oído.
—No esperes un día preciso, pero en cuanto esté lista, seguro te llamaré.
—Está bien —respondí con un deje resignado.
Después, puse de nuevo en el estéreo el disco de la noche anterior y me senté a rememorar lo sucedido. Vero fue a la cocina y preparó dos micheladas para la cruda. Regresó y puso todo en la mesa de centro de la sala y al final dijo:
—¿Y bien?, ¿Qué ocurrió?
La mire por el rabillo del ojo. Froté mis rodillas un poco. Aspiré profundo el aire del atardecer naranjado de la ciudad desde la ventana y le dije vacilando:
—Puta madre, después de todo, hoy en día es más fácil ofrecer el culo que el propio corazón.
—Eso sí —respondió Vero acabándose su michelada.
Después de rascarme la cabeza me fui al sillón y puse un disco de Sigur Ros. Era un disco relativamente viejo. Con el tiempo me iba gustando más y más. Tal vez nunca dejase de gustarme. Eso pensé acabándome la michelada y apretando sobre mi cara un cojín del sillón. Cuando respiré sobre su tela me dí cuenta que aún conservaba el olor de ella.

Haciendo cosas indebidas (Parte I)

En cuanto salí del baño, Verónica se levantó del sofá, cogió las llaves del coche que estaban sobre la mesa y nos fuimos directo al estacionamiento. Habíamos estado bebiendo en su departamento desde la tarde. Ya era de noche y apenas yo andaba medio pedo. Eso era mala señal. No hay cosa más tormentosa que estar “medio” alcoholizado. Un hombre es capaz de soportar una vida medio afligido, medio enfermo, medio atormentado, medio desesperado, medio miserable y medio enloquecido, pero jamás medio jumo. Cuando subimos a su auto y nos pusimos en marcha me dijo que no me preocupara, que la peda seguiría toda la noche. Me soltó que había quedado con unos viejos amigos en un lugar al que no puse atención. El caso es que como siempre, yo no desembucharía ningún quinto. Vero era una buena chica.
No era tan agraciada pero tenía un humor genial, unas nalgas nada despreciables y además tenía un trato gentil con las personas que le hacía relucir formidable en todo aspecto. Nos conocíamos desde la preparatoria. Por aquel entonces ella decía estar tremendamente enamorada de mí. Decía que yo tenía una mirada atractiva. En realidad casi todas las mujeres me han dicho lo mismo. Eso me vino bien ya que durante todo ese tiempo pude disuadirla para hacer todas mis tareas y para solventar muchas de mis borracheras esos años. Todo eso a costa de unas cuantas horas de mi compañía. Cuando una mujer no sabe distinguir entre el amor y la obsesión, el hombre tiene asegurados buenos momentos para el futuro.
Desde entonces nos frecuentábamos de cuando en cuando. Por eso empecé a creer que iba a tener un patrocinio esporádico de alcohol por siempre.
Vero condujo en línea recta varias cuadras hasta que torció en una y se incorporó a la avenida patriotismo.
—¿Ahora adonde me vas a llevar? —pregunté pensativo.
—A un lugar que no te va a gustar —replicó dibujando una sonrisa jocosa.
—Ya sabes que ningún lugar me agrada tanto.
—Cascarrabias. ¿Siempre tienes que ser tan razonable?
—No tengo otra manera para entretenerme.
—Iremos a pata negra
—¿Es una pulquería?
—No, es un lugar agradable que está en la Condesa
— Vaya, de vuelta en la Condena.
—Lo siento, te chingas, yo soy la que pago. Así que no tienes alternativa.
Era verdad. Me tenía de los huevos. Amenudo ocurría lo mismo. Aunque solía protestar por esos entretenimientos absurdos, ridículos e incómodos, siempre mandaba por la borda mis prejuicios con tal de seguir mamando de la botella. Cuando te encuentras borracho, desarrollas una aguda capacidad para hacerte el pendejo, el desentendido. Omites todo y finges armonizar con cualquiera, y el peor muladar se vuelve un lindo palacio. Cambias de perspectiva como de calzón. Te vuelves un cretino íntegro por unas cuantas horas.
Después de un rato llegamos y estacionamos el auto a unas cuadras. Mientras caminábamos ella no dejaba de mirarme con un aire atónito.
—Te juro que no puedo creerlo —dijo.
—¿El qué?
—Contigo, un buen baño es suficiente para darte un aspecto muy distinto.
—¿En verdad?
—Lo juro. Luces más blanco, más lindo, más respetable. Parece que el baño te da vitalidad
—Ya vienes muy briaga.
—No, no, para nada. En verdad pareces otra persona
—Eso es un problema. Por eso no lo hago seguido.
Vero me estaba arruinando la noche con tantas confesiones. Decía la verdad de nuevo. Siempre he tenido un aspecto endeble y un tanto “dudoso”. Eso me ha ocasionado un sin fin de problemas. A veces piensan que soy puto o demasiado delicado. Por eso, cuando niño, los chicos nunca me invitaban a los deportes de contacto o me incitaban en acciones temerarias. Una vez, cuando mi padre quiso que entrenara box, fui a un gimnasio para inscribirme. Pero en cuanto el entrenador me vio dijo a mi tío (él me había llevado) que esa no era una actividad para “alguien como yo”. En el soccer y el americano pasó lo mismo. Mi complexión delgada y ese rostro medio afeminado no me favorecían en absoluto. Mi apariencia siempre ha complicado mi vida. Por eso decidí esmerarme por un aspecto más destruido. Sabía que una fachada desmejorada sería mi remedio temporal.
Cuando llegamos a las puertas de ese bodrio dos lindas mujeres y un regordete saludaron horrorosamente efusivos a Vero. Tenía la ligera impresión de haberlos visto antes. Enseguida, una de las chicas se acercó a mí intentando abrazarme. Entonces por una reacción instintiva retrocedí un poco y dije:
—¿Te sientes mal?
—¿ A poco no me recuerdas?
—Tengo pésima memoria —mentí.
—Soy Violeta, también de la prepa.
Lo dijo como si hubiese sido la protagonista principal de varias anécdotas por esos años. Y en verdad lo era. Aunque de esas demasiado desagradables que para mi mala fortuna aún no he logrado olvidar.
—Ah sí, ya recuerdo. Si, si. Seguro que te recuerdo.
—¿Lo ves? —dijo entre risas—, soy inolvidable.
—Para mi puta suerte —susurré.
—¿Qué?
—Creo que ya vamos a entrar.
El estilo del lugar era repugnante. Tenía dos pisos. En el primero tocaban música en vivo, pero para mí buena fortuna, ese día no cometieron semejante estropicio. Uno comienza a desquiciarse al escuchar a bandas interpretando covers de caifanes o de un sinfín de bandas ochenteras-noventeras igual de culeras. El segundo piso resultaba ser la zona de baile con su DJ y demás. Al parecer, la gente jamás aprenderá la distinción entre un excelente Dijing y un simple junta retazos musicales. Esos pululan como las moscas alrededor de un gato agusanado.
El acceso se puso un poco complicado. Aunque no para mí. Siempre he tenido la fortuna de que cualquier lugar me abre sus puertas sin complicaciones. Permanecimos un rato frente a las puertas del lugar. Lo sentí muy estúpido. No entendía por qué debíamos esperar para entrar a un lugar menos divertido y más caro que un congal. Un putero siempre será más digno y guapachoso que un lugar de ese estilo.
Cuando por fin entramos, tardamos otro rato para conseguir una mesa. Mientras tanto, yo permanecía de pie recargado sobre la barra. Miraba uno de los más maravillosos desfiles culinarios que había presenciado en los últimos meses. Ahora que lo pienso, esa es la única razón por la cual no reniego demasiado a la hora de fondear en covachas así. El lugar estaba atestado de un sinfín de nenas. De esas hijas de la noche.
Mientras yo miraba a esos retazos rebosantes de buena carne menearse por todos lados, Vero estaba discutiendo con todos los meseros que paseaban presurosos por ahí. Por eso supe que pronto nos darían mesa. Eso me encantaba de Vero, y de algunas mujeres en general. Siempre amables y a la vez siempre dispuestas a ponerse duras cuando la ocasión lo requería. Una mujer sumisa es tan aburrida como una puta amateur.
Al poco rato nos dieron la mesa y comenzamos a beber contentos. Vero charlaba con las dos guapas e insoportables que venían con nosotros. A la otra no la recordaba y entendí que sería mejor no esforzarse. De todas formas no cruzamos palabra durante la noche. Mientras tanto, el regordete intentaba darle rienda suelta a su lengua conmigo.
—Yo te recuerdo —dijo mientras jugueteaba con sus pulgares.
—¿Ah sí? Seguro también de la prepa.
Era obvio.
—Si, de hecho tú cursaste dos años conmigo.
—¿En verdad?
—Sí, me sentaba a unos cuantos asientos tras el tuyo.
—Debieron ser pocas veces.
— Así fueron.
—Seguro. Sólo entraba cuando debía lavarme las manos o cuando me daba por dormir un poco.
—Tú le gustabas a casi todas mis amigas y a muchas de la escuela.
—Mi teléfono casi ya no suena. Ahora de nada sirve que lo sepa. (Aunque ya lo sabía por Vero).
—Tienes razón.
La noche no iba tan mal. Vero me había dicho que podía pedir cuanto quisiera. Así que no me fue difícil despacharme con la cuchara grande. Ella era tres años mayor que yo. Su trabajo como publicista le daba para muchos caprichos. Nunca tuvo problemas para ingeniar mierda cerebral rentable. En todo caso, lo único que me mantenía con vida esa noche era mirar a las chicas del lugar y continuar bebiendo. Sin embargo, dos horas más tarde Vero me dijo algo que comenzó a inquietarme. Ella estaba hablando por teléfono y después de colgar me dijo:
—Ya no tarda en llegar. Es alguien que te agradaba. Y seguro lo seguirá haciendo.
—¿De verdad?
—Estás hablando conmigo, cabrón.
Reí un poco. Para ser honesto no pasaba por mi mente quién podría ser. Por más que intenté pensar qué mujer sería no di en la diana. Pasaron dos largas horas y yo seguía con los ojos acuchillando los vestidos vaporosos de esas zorritas bañadas en perfumes caros. Ojalá una de ellas se decida esta noche a perderme el asco, pensé.
Recuerdo que la última vez que acudí a una madriguera como esas también fue con Vero. Salí dando traspiés con una güera muy alta y buena y de nariz muy prominente. Decía que vivía en la Roma y que podíamos seguir chupando en su depa. Creo que lo que más le gustó esa noche fue la manera tan resuelta como comencé a manosearle el cuerpo cuando íbamos haciendo el trayecto a su casa. Recuerdo que a medio camino saqué una pipa de cristal y comenzamos a fumar un poco de Kief. La vieja estaba extasiada. Decía que no había conocido a un tipo realmente despreocupado y resuelto de la vida. Me preguntó cómo lo había logrado.
—Si aún vives con tus padres después de los veintiuno, estudias en una escuela pública que te hará ver que las cosas están peor de lo que pensabas, si nunca te alejas de tus vecinos en la colonia marginal donde aún subsistes, y si te rodeas de la peor escoria que puedas encontrar, verás que por arte de magia muchas cosas dejan de entusiasmarte en gran medida.
Yo sabía que el gusto que sentía por mí equivalía al de una niña caprichosa que ha comprado un ave exótica en una tienda departamental. Sin embargo, el encanto se rompió por la mañana cuando le pedí para el metro de regreso. La economía siempre se impone ante la necesidad de una buena compañía.
En fin, pasó un largo rato y de pronto tuve ganas de orinar. Fui al baño para desperezarme un poco y olisquear la deliciosa fragancia femenina que se extendía en los alrededores. De camino me topé con una morena radiante. Por debajo de su blusa de algodón, bamboleaban unas mamas grandes y sólidas. No se movían demasiado mientras caminaba muy petulante. Quería tocarle el pezón con mi dedo índice. Iba cogida de la mano de un cretino al cual no puse atención. Hubo un trueque de miradas. La desvergonzada me miró retadora y desde luego yo no hice más que mirarle un par de segundos los ojos y el resto del tiempo las tetas. Me gusta cuando las mujeres desvían la atención mientras su estúpido adorno está tratando de comunicarles algo y no lo pelan. Me fascina el coqueteo con todo y compañía.
Después entré al baño y oriné tomándome mi tiempo. Salí sin distracciones. Olvidé lavar mis manos. En realidad, nunca me lavo las manos. Lo sabía, era un puerco. Entonces regresé y me las enjuagué un poco. Pero para secarme ambas manos retorné a la mesa, y en cuanto llegué al asiento, con suma naturalidad tomé por los hombros a mi pre diabético amigo y froté mis palmas un poco en su chaqueta de diseñador. Después de un rato cobré conciencia que mientras había ido al baño alguien más ocupaba lugar en nuestra mesa. Vero estaba en la barra charlando con otra mujer que no lograba distinguir. La luz era demasiado mortecina. Pero noté que al rededor de la mesa ya había cuatro bolsos. Por esa razón deduje que alguien más había llegado. Nunca hay que perder de vista los detalles, pensé en silencio.
Esperé un rato y cuando esas dos dejaron la barra y se acercaron, tuve que cuidar no hacer un ademán idiota. En verdad no daba crédito. Rosario fue la chica más linda de la escuela, la más cortejada y por supuesto la menos accesible por aquel entonces. Durante un tiempo salimos. Pero por una razón que aún no comprendía nos distanciamos. Algo quedó inconcluso. Y ahí estaba esa noche. Frente a mí, otra vez. Con nosotros. Y yo sin saber qué decir.