domingo, 14 de octubre de 2012

¡Somos revolucionarios!

Faltaban quince minutos para las seis de la tarde. Debíamos llegar antes de las seis treinta. La cita era en Coyoacán. La reunión con la amiga de Andrea comenzaba a esa hora. Su amiga vivía muy cerca del centro. Andrea todavía seguía involucrada en cuestiones universitarias. Era activista. Yo iba en el asiento del copiloto. En menos de quince minutos llegamos a los viveros.
―Algunas de estas calles empedradas siguen siendo muy bonitas ―dijo Andrea.
―Cuando tienes dinero para reparar la suspensión del coche, pues sí ―respondí.
Dimos dos vueltas a las inmediaciones y nos aparcamos cerca de la famosa parroquia, a dos cuadras. Unas calles adelante, Andrea me jaló del brazo y nos detuvimos justo frente a un amplio portón de madera. Enseguida del segundo timbrazo una chica majestuosa salió a recibirnos. Su nariz excesivamente afilada y sus ojos grandes y rasgados le daban un aire atractivo y arrogante a la vez. El ridículo sombrero de ala ancha le sentaba bien y el vestido floreado bastante fino era amplio y ligero. Pero a pesar de eso no conseguía disimular sus exquisitas caderas. Ambas chicas se abrazaron de una forma extremadamente cuidadosa. Entramos.
La estancia de la casa era inmensa. Supuse que mi casa cabía un par de veces en ese espacio. Algunos decorados eran viejos pero conservaban buen aspecto. Mientras Andrea y su amiga chismorreaban cogí un libro de la pequeña mesita de centro para pasarle revista. Se titulaba “Cambiar el mundo sin tomar el poder”, de un tal Holloway. Me remonté a mis años de universidad. En ese entonces la mayoría elogiaba esos disparates de moda. También existía el tonto jipismo intelectual. Tras la tercera página lo coloqué de nuevo sobre la mesita.
―Si quieres más, hay muchos otros en el cuarto de al lado ―me sugirió la esplendorosa amiga de Andrea.
Sin mencionar nada, fui directo a ese cuarto. No había hueco alguno entre tanto libro. El olor a papel y cuero era muy intenso. Me acerqué a una columna y me entretuve con algunos libros viejos de teoría. Había muchas ediciones bastante escasas por estos lares. Había muchos manuales comunistas y mucho pensamiento crítico. Parecía que demasiados de esos libros no habían sido abiertos en años. Incluso algunos aún conservaban el plástico amarillento bien sellado. De pronto sujeté entre mis manos una edición rusa de "Imperialismo: fase superior del capitalismo" y lo revisé un poco. Me gustaba la impresión de letras en otro idioma. Lo volví a colocar en su sitio.
―¿También te interesa la teoría? ―preguntó la del vestido ampón colocada a mis espaldas.
―Un poco.
―Mi abuelo fue parte del partido comunista mexicano.
―Oh.
―ÉL fue uno de los que presenció el asesinato de Trotsky.
―Si vivía aquí, seguro que lo facilitó ―me dije en voz baja.
―¿Cómo?
―Que si también hay literatura por aquí.
―¡Pero claro!
Al cabo de media hora el timbre comenzó a sonar a intervalos. Casi a las ocho había más o menos unos quince chiquillos reunidos en la estancia. Andrea me llevó a rastras con ellos.
Enseguida noté que todos sin excepción tenían una tez muy blanca. Seguramente muchos de ellos no habían asistido siquiera a su cuarta marcha, o incluso ni siquiera transitaban por las calles a pie de cuando en cuando.
―Es impresionante ―dijo Andrea con discreción―. Mi amiga acaba de contarme que durante muchos años, esta casa perteneció a un famoso escritor posrevolucionario.
―El sastre cagó en mi casa ayer.
―¿Y eso qué tiene que ver?
―Olvídalo.
De pronto una rubia de aspecto fofo se sentó a mi lado. Llevaba entre sus manos una servilleta y estambre de colores.
―¿Te gusta bordar? ―le preguntó Andrea.
―Tengo que cumplir con una cuota ―respondió la güera―. Pertenezco a una asociación que está en contra de la guerra antinarco. Cada servilleta representa una de las muertes por esa guerra. Es una forma de protesta.
―Entonces has de bordar muchas durante la semana ―replicó Andrea.
―¡Cómo crees! Lo hago a ratos. Me tardo una o dos semanas por servilleta.
―Seguramente esas servilletas conmueven a los narcos ―dije, y enseguida Andrea me propinó un codazo.
Por lo que logré escuchar después entre tanto alboroto, entendí que la reunión se realizaba ese día porque muchos de ellos regresaban de unas buenas vacaciones sin haberse puesto al tanto.
―¿Y ellos quienes son? ―le pregunté a Andrea sin quitar la vista de los dedos de los pies de la chica de la casa.
―Son parte del comité del #YoSoy182.
―Ah.
La mayor parte del tiempo se centraron en sus viajes y eventos culturales a los que habían asistido recientemente. Cuando se aburrieron de esos temas pretenciosos abordaron el tema de la reunión.
―Tenemos pensado una acampada nocturna frente a la televisora ―dijo una chica trigueña sin soltar su iphone.
―Yo no tengo tienda de campaña ―añadió otra chica hermosa―. Aún así le voy a pedir la tarjeta a mi papá. Ayer vi una en Martí lo suficientemente grande.
―Tenemos que pugnar a como dé lugar por la democratización de los medios ―inquirió una chica que sostenía un frapé de Starbucks.
―También necesitamos unas cápsulas informativas ―añadió un chiquillo con camisa a cuadros, sujetando un libro de Habbermass.
―No hay falla. Tadeo estudia cine. En algo puede ayudarnos.
―A ti te gusta el cine, ale ―dijo Andrea en voz baja―. Tú debiste estudiar cine.
―Para estudiar algo así tendría que empeñar mi culo unas doscientas veces.
―Lo más conveniente en estos momentos sería convocar a una nueva mega marcha ―dijo otra chica que sostenía una revista Vice entre sus manos.
―¿Para cuándo? ―añadió un chico limpiando un jiter de obsidiana―. Es que la próxima semana salgo de viaje otra vez. Voy a real de catorce.
Volvieron a retomar sus cuestiones personales durante otro rato y luego sacaron un par de botellas de ginebra. Una de las tantas chicas que parecían diosas se acomodó junto a mi.
―¿Y tú qué estudias? ―me preguntó.
―Computación en un CECATI, ¿y tú?
―Publicidad.
―Ya veo.
―No queremos a Peña.
―Muchos no quieren a nadie.
Otra lindura se aproximó a nosotros y empezó a refunfuñar.
―¡Malditos Chacas! Me asaltaron ayer por el metro Hidalgo. Sabía que no debía bajarme del coche. Son una puta escoria. Debería encarcelarlos a todos. Malditos nacos. No ayudan en nada. Sólo perjudican a los que en verdad queremos un cambio.
―Te entiendo ―dijo la chica a mi lado―. Son de esas personas indeseables.
―Ellos son el resultado más vistoso de este mal gobierno ―dije―. Y también son pobres.
―Sí, ¡PERO TAMBIÉN HAY CLASES DE POBRES!
―¿Entonces también hay clases de pobres?
―La chica de mi lado se levantó enseguida y fingió desentenderse de la pregunta. La otra chica se puso a revisar su nuevo celular.
Un chico que sostenía una botella de Buchannan´s dijo:
―Vamos a ponernos las pilas. Al rato armo un grupo en el face y un hashtag en twitter.
Conforme trascurría el tiempo, iban conformándose grupillos de tres o cuatro personas. Yo permanecía quieto en el sillón. En cierto momento, una chica y un chico trabaron conversación conmigo.
―¿Ya estás participando? ―me preguntó el chico.
―No.
―¡Cómo crees! ―Añadió fingidamente sorprendida la chica―. Esto es por el bien de todos.
De pronto otra espectacular chica se acercó a la chica que me increpaba.
―Hola, Valeria. Me contó Tadeo que fuiste a Canadá. ¿Qué tal? A mí me encantó Toronto.
―Yo estuve en Vancouver. Estuvo bien.
―¿Y cómo sigue tu mamá con su tobillo? El esquí no es tan bueno después de todo.
―Ya mejor.
―¿Y tu hermano?
―Supongo que en la Roma. Ya sabes que no sale de allí.
―¿Y tu padre?
―Ya sabes, en la oficina.
―¿Entonces quién está al pendiente de tu madre?
―La chica del aseo.
―¿No deberías estar con ella?
―Hay cosas más importantes. Por ahorita eso no es asunto mío. Es más importante ver lo de la mayoría.
Me escapé de esas dos y regresé a la habitación de los libros.
De pronto, un chico que entró al cuarto dijo:
―Lo que nos hace falta es gente más comprometida. Deberíamos cerrar las instalaciones de los periódicos. Yo sé que muchos desaprueban eso, pero hay que tomar otras medidas. Se necesita gente con “acción”. ¡SOMOS REVOLUCIONARIOS!
Me volví hacia él y miré sus manos pálidas. Parecían bastante reblandecidas. Ese chico siempre había tenido buenas horas de sueño y de confortables lecturas. Seguramente no sabía cambiar siquiera un tanque de gas o reparar un fusible. Lo cierto es que eran manos que tampoco habían cambiado una bujía o habían desatascado el lavabo de la cocina.
―¿Y si los someten? ―le pregunté sin mirarlo al rostro. Pero ese chico de manos pulcras no dijo nada y regresó a la sala. Continué inspeccionando los libros.
Desde allí podía escuchar todo su alboroto. Manifestaban un entusiasmo carente de seriedad. Era como si por un momento sintiesen que discutían acerca de la organización de un carnaval. Era como si el mero impulso de montar al toro los llevase a cometer semejante imprudencia. Era como entender que ellos no comprendían nada al respecto, y sin embargo, se obstinaran en ello. Entendí que se encontraban muy atemorizados, y muy disgustados consigo mismos. Les apenaba haber llevado una vida fortuita, e intentaban redimir esa situación. Claro, de la forma menos conveniente.
De pronto un olor a marihuana se propagó por todos lados. Regresé a la estancia. Algunos se turnaban el jiter de obsidiana muy cerca del ventanal abierto de un pequeño balcón. Un rubio con una camisa de Manu Chao quiso alcanzarme el jiter.
―Dale un tanque ―dijo―, se ve que le pones. Está buena, es de Oaxaca, te pone en corto.
―No, gracias, hace mucho que pasó mi adolescencia. Aún quiero hablar rápido.
Me asomé por el balcón. La noche era muy apacible y el aire me envolvía con el aroma de las cafeterías cercanas. Otro chico se acercó al del jiter y le preguntó:
―¿Entonces no vas a poder asistir a la otra mega marcha?
―No creo. Tengo que ver a mi chica.
Cerca de las nueve y media me despedí de Andrea haciéndole señas y salí sin ser visto. Caminé un par de cuadras. Quería visitar el centro. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto por la noche la fuente de los coyotes. Me llevé una sorpresa al enterarme que los viejos puestos ya estaban reunidos en un solo predio. Noté la zona muy vacía. Los viejos organilleros ya no estaban. Miré un puesto de churros muy descuidado. Enfilé por una calle estrecha hasta llegar al eje ocho y cogí un pesero que me dejó en Mixcoac. Al llegar a mi casa me puse a escombrar mi librero. Encontré un viejo libro que daba por perdido. Revisé sus páginas durante un par de minutos y luego me puse a leer con detenimiento. En un capítulo se citaba un fragmento de una carta enviada por Engels. Trataba sobre la falsa conciencia. Decía así:

La ideología es un proceso que se opera por el llamado pensador conscientemente, en efecto, pero bajo una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas que lo propulsan, permanecen ignoradas por él…
Trabaja exclusivamente con material discursivo, que acepta sin mirarlo, como creación del pensamiento, sin someterlo a otro proceso de investigación, sin buscar otra fuente más alejada e independiente del pensamiento; para él, esto es la evidencia misma.